Miramos a nuestro alrededor en estos tiempos convulsos y vemos a estudiantes desbordados de tareas, familias desbordadas por la multiplicación de las obligaciones y profesores desbordados por la cantidad de trabajo que supone reinventar toda una ristra de materias en un tiempo récord para tratar de mantener una normalidad que cada vez se aleja más de ser normal.
Toda esta situación angustiosa y de difícil pronóstico no surge por un virus. Este microorganismo es, a fin de cuentas, un detonante, un actor necesario pero no es lo que nos ha llevado hasta donde estamos.
Antes de que empieces a enarcar las cejas presuponiendo que me está afectando la falta de vida social por la cuarentena deja que ilustre lo que quiero decir con un ejemplo.
¿Podría culparse a una chispa de un cuadro eléctrico de dejar sin trabajo a varios centenares de familias sumiendo en la pobreza a una comarca entera?
Seguramente habrá quien sí lo haga aduciendo que sin esa chispa no existiría el incendio (una relación simplista de causa-efecto) pero, desarrollemos el razonamiento un poco más allá de lo evidente.
Sin aquella chispa no se hubiera producido el incendio que habría de arrasar la fábrica «El cortijo es mío S.A.» donde trabajaban los afectados pero, la chispa, se produjo por una falta de mantenimiento de la instalación así que era cuestión de tiempo que acabara dando algún fallo, en el caso de nuestra imagen mental, con resultado catastrófico.
Llegados a la materialización de lo evidente —la chispa existió—, si la fábrica hubiera tenido dispositivos de detección temprana para dar la alarma al primer indicio, se hubiera podido comenzar a actuar antes, sin necesidad de esperar a ver cómo el fuego lamía durante horas las paredes de un ala entera de la factoría.
Si se hubiera contado con una central de alarma que activara un cualificado operativo de emergencias se hubieran podido realizar tareas de extinción desde el primer instante impidiendo que el incendio prosperase como lo hizo.
Si hubieran existido extintores en los lugares donde se necesitaban, el equipo de primera intervención habría hecho su trabajo conteniendo las llamas hasta la llegada del equipo de bomberos.
Si la industria se hubiese diseñado pensando en optimizar con garantías los lugares de trabajo y las zonas de tránsito no hubiera sido necesario emplazar los suministros, los productos elaborados y los materiales accesorios de cualquier manera, cortando vías de recorrido y ayudando a la combustión de forma eficiente.
Si el personal de la marca hubiera estado formado para saber cómo actuar ante un conato de incendio y no hubiera estado desprotegido sin el equipamiento necesario podría haber asegurado las vías, haber confinado los materiales combustibles y haber cerrado los portones para que el viento dejara de alimentar a aquel iracundo espíritu naranja antes de que lo devorara todo.
Así, quizá, el resultado hubiera sido otro.
¿Fue la chispa la causante de todo? Sí pero, como todo especialista en prevención de riesgos sabe, los accidentes se producen porque se materializa una cadena de errores. El modelo acumulativo de James T. Reason presenta esto de forma muy visual, como un queso suizo de Gruyer lleno de agujeros (debilidades) que se corta en rebanadas (cada una, una barrera). Para que el fallo se produzca, no solo tiene que existir una causa original que inicie todo sino una serie errores que se acumulan salvando las barreras a través de sus brechas de seguridad. Si un fallo salta una barrera pasará al siguiente nivel de retención pero solo cuando los agujeros se encuentren alineados se acabará formando una «trayectoria de oportunidad de accidente» que favorezca el hecho fatal.
En el sistema educativo también hemos tenido nuestro queso de Gruyer. Con cinco agujeros principales.
Por una parte se ha evidenciado una desconexión absoluta entre los distintos estratos de la comunidad educativa, lo que ha supuesto que cada cual intentara achicar agua como buenamente pudiera, con la mejor intención, sin duda, pero de forma descoordinada que es la mejor manera de crear asimetrías sobrecargando de trabajo a unos que ya no dan abasto, estresando a otros que quieren hacerlo bien pero no saben cómo y dejando en un rentable olvido administrativo a quienes prefieren pasar desapercibidos.
La Administración con sus vagas ideas, su realidad paralela y su descarga en la autonomía de los centros ha demostrado ser incapaz de poner orden en este desaguisado y parece haber preferido esconder la cabeza bajo tierra como avestruz ante el peligro que diría Plinio el Viejo en su Historia Natural en lugar de tomar las riendas y marcar una línea a seguir. El problema, claro, es que marcar una línea a seguir implica establecer un principio de autoridad y, por ende, que alguien asuma una responsabilidad.
Sin unas directrices únicas se crean distintas velocidades y la indefinición se traslada verticalmente hasta llegar a los propios departamentos didácticos. Lo importante vuelve a ser el papel. El papel lo aguanta todo. Si todo está bien recogidito en un documento, no habrá que preocuparse. No importa tanto que algo no funcione como esté administrativamente documentado. Atrás quedará el interés por ver si lo que se dice se hace (o se puede hacer), si es mejorable, si es asumible, si es lo que interesa, a quién y por qué.
Que distintos docentes de un mismo nivel en un centro educativo tengan enfoques distintos se percibe como algo escandaloso. Que un responsable político no cuente con un plan transparente y consensuado sobre la mesa a estas alturas de la película y cambie varias veces de opinión sobre un mismo tema que afecta a más de 8 millones de estudiantes preuniversitarios, casi 1.6 millones de universitarios, 750 000 docentes para los primeros y casi 123 000 para los segundos, se vende como una adaptación valiente a la situación cambiante que vivimos.
Hablar de teletrabajo es hablar de medios y, ahí, es donde encontramos el segundo de nuestros agujeros. Debería extrañar que la gran mayoría de los docentes que usan dispositivos digitales para enriquecer sus clases y acercar la materia a los estudiantes lo hagan con recursos propios, comprados por ellos, mantenidos por ellos y, en no pocas ocasiones, luchando contra la propia Administración para poder usarlos en el propio lugar de trabajo. Mientras los centros acumulan equipos obsoletos con pantallas pintadas, teclas arrancadas y cargadores que no cargan, se destinan fondos para desarrollar «de aquella manera» aplicaciones de marca blanca, con el logotipo de la Administración de turno bien visible, que pretenden sin éxito emular a los paquetes de programas educativos de las grandes corporaciones que tienen una funcionalidad demostrable y soporte permanente (cosas, ambas, de las que adolecen las primeras).
Si hablamos de la formación del trabajador nos enfrentamos, quizá, a uno de los agujeros más grandes que podemos encontrar en nuestro Gruyer junto con el de la brecha digital. Cualquier trabajador tiene la obligación de formarse constantemente y la educación no puede ser una excepción. Ahora bien, ¿formarse en qué?
Los centros de profesorado (CEP) surgen en 1984 del modelo anglosajón Teacher’s Center con la finalidad de servir de “[... instrumentos preferentes para el perfeccionamiento del profesorado y el fomento de su profesionalidad, así como para el desarrollo de actividades de renovación pedagógica y difusión de experiencias educativas]”. La falta de presupuesto, la necesidad de poner en marcha solo aquellas actividades que resulten populares y una mediocre conciliación telemática han propiciado, tristemente, que se desvirtúe su razón de ser relegando la motivación formativa de muchos docentes al participar del mínimo de horas imprescindibles que se exige como requisito para poder cumplimentar el sexenio beneficiando a empresas privadas que, previo pago, sí que les ofrecen lo que realmente necesitan para mejorar en su trabajo y estar mejor formados (nuevamente, a cargo de su bolsillo).
El agujero de la ratio es harina de otro costal porque esto va asociado al espacio físico con que cuenta el centro y esto daría para varios artículos en sí mismo. Cuando alguien con dos dedos de frente escucha ese razonamiento del político anodino o el periodista fatuo hablando de desdoblar en turnos con el mismo número de efectivos (lo que supondría, directamente, la ilegalidad de duplicar jornada), aprovechar mejor los espacios (como si quedara alguno libre), separar los puestos de trabajo dentro de las aulas (cuando están casi codo con codo y porque no se pueden apilar en altura ) o enviar a medio grupo a otra aula distinta al mismo tiempo (cuando casi no se pueden encontrar espacios para aulas de desdoble de optativas, programas de refuerzo, espacios para educación especial o bibliotecas…) entenderá que todo es un despropósito. Introduzca a más de 30 jovenzuelos en una clase poco más grande que un salón de tamaño medio y manténgalos quietos, callados y concentrados en algo que no les apasiona durante 6 horas cada día. ¿Qué puede salir mal?
Que un centro con solera tenga escasez de espacios suele ser una consecuencia de la evolución demográfica de su zona pero, que se construyan centros nuevos sin prever futuras ampliaciones es una falta de previsión y una tomadura de pelo a los contribuyentes. La diferencia de coste al ejecutar el doble de estructura desde cero frente a tener que ampliar sobre edificio en funcionamiento es brutal (amén de los perjuicios a trabajadores y estudiantes que suelen verse relegados a casetas prefabricadas por tiempo indefinido).
Los centros de trabajo distan de ser flexibles y el aprovechamiento de espacios vendrá obligado no por las recomendaciones sanitarias sino por la necesidad de mantener en algún sitio a tantos jóvenes que ahora, según parece, están lastrando el desempeño laboral de las familias.
La educación, «si eso… ya…» para otro momento.
¿Y la brecha digital? Pues ahí tenemos nuestro quinto agujero porque la brecha digital enmascara una grieta aún mayor en el ámbito social. Según la Encuesta de Condiciones de Vida en España hay en torno a 2 millones y medio de niños y adolescentes en el primer cuartil de renta de los cuales 300 000 carecen de acceso a Internet. El resto de quienes se incluyen en este tramo de ingresos más bajos (por debajo de 900 €/mes netos) tienen conexión pero carecen de dispositivos adecuados y no cuentan con formación, ni habilidades, ni posibilidades de recibir ayuda en el ámbito TIC por parte de la familia.
De la encuesta de equipamiento y uso TIC en los hogares realizada por el INE se desprende el desequilibrio existente entre los extremos económicos opuestos: el 9,2% de los hogares más desfavorecidos no tiene acceso a Internet frente a un 0,4% residual del otro polo. El 23% de los hogares (con niños o adolescentes) del polo desfavorecido no cuenta con ordenador frente al 1,2% del otro extremo (en este punto se obtiene, prácticamente, el mismo resultado que en el correspondiente al informe PISA de 2018).
El otro punto a destacar es el de uso. El 52% de los jóvenes de los hogares en el cuartil más bajo usa Internet de 4 a 6 horas diarias entre semana pero la mitad de ellos no se conectan ni una vez (siquiera) para realizar actividades escolares. Luego el problema comienza con la falta de recursos para contratar el servicio, sigue con la falta de medios para usarlo, alcanza la falta de motivación para emplearlos en actividades educativas y finaliza con la imposibilidad de ser ayudado por su núcleo familiar. Esto supone que la brecha digital no es más que una manifestación de una precaria e incómoda realidad social que subyace en todos los sectores pero que es más sangrante, si cabe, en Educación porque supone restar oportunidades a quienes dentro de poco tendrán que luchar por hacerse un hueco en un agresivo medio laboral que no tiene «programas de refuerzo» ni problemas con mandar a cualquiera a «repetir curso» indefinidamente.
¿Se podría haber gestionado este apartado tan crítico de otra manera? Seguramente sí pero ¿por dónde se empieza? Se podrían ceder en préstamo los equipos del propio centro escolar pero ¿cómo se blinda el retorno en buen estado de los mismos? Un mal uso de una persona puede obligar a que otras muchas no puedan hacer un buen eso del mismo. ¿Es eso lo que buscamos? El derecho de unos tampoco puede anteponerse al de los demás, ¿o sí? ¿Quizá las Administraciones Locales podrían haber desarrollado un plan estratégico (palabra de moda) con la ayuda de Asuntos Sociales para dotar de los recursos necesarios a esos estudiantes perjudicados? Quizá pero, ¿había que esperar a que un virus aireara una situación que ya era bien conocida por todos?
La suma de todos los agujeros de nuestro queso crea una vía directa entre una causa detonante (que este año hemos llamado COVID-19) y unas nefastas consecuencias que tardarán un tiempo en ver la luz. ¿Se puede eliminar la causa original? Seguramente no porque, evitar la zoonosis, no es algo sobre lo que tengamos un excesivo control pero sí que podemos aprender de los errores y diseñar estrategias apoyándonos en los grandes olvidados, quienes conocen la realidad de los centros de primera mano: ¿los gurús educativos que salen dando charlas financiadas por el banco, la compañía tecnológica o la editorial de turno? No, los que se dejan la piel cada día para que sus estudiantes adelanten, superen las dificultades y se conviertan en plenos seres sociales, integrados y capaces: los docentes.
¿Sería capaz el lector de inferir de nuestro ejemplo de partida dos factores que hubiesen paliado las catastróficas consecuencias que devinieran de aquella chispa en la industria «El cortijo es mío S.A.»?
Ya lo digo yo: inversión en cada tramo de lo que pudo hacerse y no se hizo y un plan estratégico funcional diseñado por auténticos especialistas.
Ahora, llamemos «Educación» a nuestra propia factoría.
Prof. Javier Luque.
Imagen cabecera: Cheese. Creative Commons 4.0 BY-NC. http://pngimg.com/download/4269
Más claro, el agua.
ResponderEliminarNo se puede hacer una exposición más exacta, realista y sincera de lo ocurrido en este periodo donde la falta de liderazgo por quienes tenían que haber desempeñado su trabajo (no olvidemos que reciben un salario por esta labor ausente desde hace meses) nos ha llevado a este caos que sigue vagando sin rumbo.
Lo cierto es que, como profesora de secundaria, en perdido la fe en la Administración que parece que se encomienda al "destino" (algo buffo como aquellas óperas que tenían mucho más sentido y trama argumental que "los planes" de nuestros Jefes en sus despachos estos meses) volviendo a defraudar nos.
Ya sólo confío en el esfuerzo, trabajo duro y ganas de aquellos docente que no miramos para otro lado y queremos estar al pie del cañón, no sin trabas administrativas: no avanceis materia, que todos nuestros alumnos sean medidos con un rasero escaso que los iguala por abajo y que está determinado por aquellos alumnos vagos, con pocas ganas de luchar en una sociedad futura.
Bravo Javier!
Como siempre reflexiones muy acertadas. Cada vez que se prende un chispa y empieza el incendio, surge la famoso autonomía de los centros y a mi me recuerda lo de la libertad para caer muerto donde uno elija. Autónomos para diseñar nuestro plan de formación, pero que no se salga de las líneas de actuación de la Junta; autónomos para gestionar un presupuesto paupérrimo, que apenas cubre los gasto de funcionamiento, por tanto autónomos para decidir que no se pueden renovar los equipos informáticos; autónomos para gestionar los espacios y poder decidir cómo convertir el hueco de unas escaleras en aula y así se me ocurren un montón de decisiones que podemos tomar bajo nuestra tan preciada autonomía.
ResponderEliminarCreo que es una reflexión muy acertada, coincido con los comentarios anteriores. En mi pueblo se diría "escurrir el bulto" o "pasar la pelota", así la responsabilidad no recae en la Junta sino en la dirección del centro o en último caso en nosotros, los docentes, por una mala gestión o previsión. El problema es que siempre es el mismo caballo de batalla y al final son los chavales los mas perjudicados, pues son los que están por labrar su futuro.
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