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domingo, 16 de agosto de 2020

NO HABRÁ VUELTA SEGURA EN SEPTIEMBRE

Al más puro estilo de la alquimia medieval, las diferentes administraciones educativas pretenden transmutar esencias en busca de soluciones al inevitable problema de los contagios ante una vuelta a las aulas que no solo no será segura sino que resultará caótica, comprometida, atropellada y, posiblemente, efímera. Otra vez miramos para otro lado desoyendo las advertencias de otros países que han visto fracasar una vuelta a las aulas sin medidas de calado y nos acogemos a deseos de buena voluntad y esperanza. No funcionará.



La dirección de cada centro, a pesar de no tener por qué contar con conocimientos en materia de seguridad y salud, prevención de riesgos laborales, agentes contaminantes y sus vías de contagio, tendrá que elaborar una ristra de protocolos que habrán de cumplirse dentro del corsé administrativo. Esto (también) lleva implícita una (otra) contradicción. 

Por un lado, se parte de la autonomía de centro para proponer medidas de carácter disciplinario, organizativo, de funcionamiento y de seguridad frente al contagio pero, claro, no se puede contravenir la legislación que fija el número de horas lectivas. No se pueden acometer obras motu proprio (pues dependen de las distintas agencias educativas) y los recursos materiales que ¿servirán? para incrementar la seguridad corresponden a una dotación que han de aportar las consejerías (y las exiguas mejoras que pudiese afrontar el centro saldría de su ya menguado presupuesto). Tampoco se puede decidir el aislamiento de alguna «burbuja» por corresponder la decisión a las autoridades sanitarias (cosa lógica, por otro lado) y no se pueden diseñar estrategias que compatibilicen metodología presencial y no presencial porque contravendrían la modalidad académica que cada centro tiene concedida (otra barrera administrativa). ¿Cuál es el margen de maniobra de los centros, entonces, aparte de poner pegatinas, dar charlas, ocupar las zonas comunes y encomendarse a los dioses del Olimpo para que no se produzca una alarma que obligue a realizar una evacuación? 

Por otro lado, una de las premisas se basa en una detección temprana por parte de los docentes quienes tampoco tienen formación en estas lides. Se supone que los síntomas compatibles con el COVID-19 van desde el cansancio y el dolor de cabeza o garganta a presentar cuadros de fiebre…, es decir, como otras muchas dolencias que pueden presentar los estudiantes en estas edades (estados catarrales o gripales, bronquiolitis, alergias, reacciones a vacunas… hasta estirones de crecimiento). Si estamos de acuerdo en que hay que prevenir contagios, cada vez que algún estudiante de esas burbujas masificadas presente el más mínimo síntoma, habría que derivar al grupo al centro sanitario pero aquí, seguramente, al ser el primer frente de batalla, ya estarán pensando en crear horarios específicos de atención a pacientes con sintomatología COVID que no tienen por qué coincidir con los de los colegios e institutos. En cualquier caso, ¿hacinamos a todas las burbujas al más leve síntoma de alguno de los estudiantes o nos arriesgamos, siendo flexibles, a reservar la medida para casos «más evidentes» so pena de incurrir en alguna irresponsabilidad de la que pueda destilarse alguna responsabilidad? ¿Se podrá confinar una sesentena de personas expuestas en los pocos metros cuadrados que hayan podido habilitarse para la espera hasta que las familias de cada uno vengan a recogerlos y puedan llevarlos al centro de salud? ¿Serán los sanitarios quienes se desplacen al propio centro educativo en aras de agilizar el proceso?

La indefinición en las premisas, la opacidad en la forma de proceder, la falta de transparencia en los criterios a aplicar… Todo aquello que se recoge en esas perversiones de «decálogos» que se han venido publicando donde se describen situaciones irreales, deformadas, que presentan unas medidas idealizadas que en poco o en nada resultan realizables, configura una burla sin gracia a la comunidad educativa que siente cómo se legisla a sus espaldas, prescindiendo de su opinión y colocado al docente al pie de los caballos en un nuevo ejemplo de política de hechos consumados. De paso, se consigue remover los instintos más bajos que algunos siguen albergando en su ser contra una población que consideran privilegiada por el mero hecho de realizar un trabajo (hermoso y vocacional, sí, pero trabajo al fin y al cabo) tras haber hipotecado buena parte de su vida encerrada entre cuatro paredes estudiando para superar una oposición abierta a todos. 

Las redes sociales bullen clamando respuestas y la población se polariza entre quienes ven con buenos ojos que los derechos del trabajador puedan ser conculcados si se trata de personal docente, en particular, y funcionarios, en general (obviando el tema de que la seguridad se busca para toda la comunidad educativa) y quienes han entendido que se está tratando de dar solución a un problema de salud pública garantizando el derecho a la educación de todos haciendo un uso responsable de los recursos de la administración educativa y solicitando mejoras razonables, coherentes y que están a su alcance. 

En este caso no se trata de apostar a todo o nada. No se habla de mejorar la tecnología, aumentar plantilla y acondicionar las instalaciones para beneficio de los docentes (quienes apenas suponen un 10% de los ocupantes del centro, por cierto). La inversión que se realice no quedaría inservible en caso de encontrarse una vacuna eficaz a tiempo, antes bien, se amortizaría en el medio plazo beneficiando de inmediato a todos los tramos escolares. 

El sistema educativo ya viene necesitando esta inversión desde hace décadas por otros motivos pero, por increíble que pueda parecer, nunca ha llegado o, al menos, no donde se necesitaba, que es mucho más que comprar un puñado de ordenadores obsolescentes con una ridícula partida económica para su mantenimiento. 

Algo que se pone de manifiesto cada cuatro años (o menos, si nos remontamos a los últimos escenarios electorales) es que «esa educación» que nunca aparece en los debates electorales, a la que los candidatos apenas dedican un aliento, la que no aparece como primordial en las partidas económicas, la que no figura en las encuestas de interés de los ciudadanos, es la primera víctima de cada cambio de color político. Tan importante es que nadie repara en ella. Sin embargo, cambiarla de arriba abajo, siempre ha sido una prioridad cuando hay nueva cara en Moncloa. De pronto se convierte en una urgencia que hay que acometer con o sin consenso, sin contar con los especialistas, sin tiempo que perder. 
Parece que nunca se darán cuenta de que se trata de una cuestión estratégica del país, un elemento estructural a largo plazo, algo que debe surgir de un amplio consenso y tomar forma escuchando a las trincheras, a quienes estamos a diario trabajando con los jóvenes en lugar de a pretendidos expertos que salieron de las aulas para dedicarse a otros menesteres más lucrativos. Lo que se acuerde deberá  mantenerse, al menos, una generación completa. 
Como queramos que sean nuestros ciudadanos el día de mañana, lo tenemos que trabajar hoy. Hacia donde queramos derivar nuestro sector productivo, tecnológico, industrial, científico, humanístico, artístico…, lo tenemos que trabajar hoy. Quizá por eso se tomen medidas con tanta frivolidad, porque las consecuencias dramáticas de modificar al tuntún un sistema tan frágil y delicado se podrán ver en veinte años y, para entonces… después de perdido el barco, todos pilotos. 

Conseguir una mejora de las condiciones educativas y de las medidas higiénico-sanitarias es algo que, ahora, resulta imprescindible y que beneficiará en un futuro a toda la comunidad educativa. Garantizar la seguridad de los docentes hoy no solo es una obligación de la Administración en tanto en cuanto asume el rol de empleador sino que permitirá asegurar el proceso educativo al tiempo que se reducirá la posibilidad de que seamos un vector de contagio cierto entre burbujas, sobre todo, en secundaria, bachillerato y ciclos formativos donde la migración entre aulas es inevitable. 

Por más que se quiera identificar (con ánimo malicioso) el ámbito educativo con otras actividades como lugares de ocio, espectáculos o eventos deportivos, nada tienen que ver. En un aula, en un patio, en las zonas de tránsito, en actividades que por falta de equipamiento o por limitaciones de espacio no se pueden usar individualmente (laboratorios, aulas de música o plástica, gimnasios, talleres…) no se puede asegurar la distancia de seguridad. Por la corta edad de los menores, no se puede contar con su colaboración a la hora de seguir las estrictas medidas de autoprotección que se requieren y en el caso de los estudiantes mayores, la necesidad de socializar y de incumplir las normas establecidas (todos hemos pasado por ahí) tampoco ayuda a crear un entorno seguro. En etapas inferiores, la manipulación y la interactuación con los estudiantes resultan imprescindibles pues no se podría concebir el proceso educativo de otra manera. En ciclos formativos como el de sanidad, imagen personal, servicios socioculturales y a la comunidad… el contacto físico es difícilmente eludible y medidas de carácter meramente higiénico se antojan insuficientes. 

Nuevamente surge la cuestión laboral. La empresa (la administración educativa en el caso de centros públicos y los titulares del centro en el caso de la privada) tiene la obligación de facilitar a sus empleados medios de seguridad laboral adecuados y estos tienen que desprenderse de un análisis del puesto de trabajo, del centro, del entorno y de la propia actividad y es algo que no está al alcance de un profano en la materia. Los sistemas de vigilancia de la salud y las unidades de PRL están saturados y se ven obligados a automatizar el trabajo sin poder atender a las individualidades de cada centro como es necesario, es comprensible, pero habrá que tomar otras medidas y contratar a personal formado para ello. ¿Cómo no va a ser necesaria una pantalla en las mesas de profesor del estilo de las que pueden verse en mostradores de tiendas, oficinas, cajas registradoras o ventanillas de registro? ¿Cómo no se va a necesitar el uso de protectores para la ropa en ausencia de uniforme laboral que pueda desinfectarse adecuadamente? ¿Cómo que las mascarillas que se facilitan al trabajador son las higiénicas si las que se necesitan son las EPI (las EPI-FFP2 sin válvula conforme a EN149:2001+A1:2009, por cierto)? ¿Cómo no vamos a necesitar equipos digitales si en la carpeta de clase en la que nuestros alumnos traen las tareas, dudas y trabajos de casa el virus puede vivir hasta 72 horas? ¿Y en los exámenes en papel? 
Y, si se quiere asegurar la protección, habrá que encontrar la forma de marcar las mascarillas de los estudiantes para que no las reciclen varios días, no las intercambien con el compañero, no se traigan la del hermano o la del compañero de trabajo de papá o mamá que se la deja en el coche... ¿cómo lo hacemos? ¿Y si el olvido de mascarilla se convierte en algo cotidiano para algunos (o muchos) en lugar de un hecho excepcional como recogen las instrucciones de la consejería? 

No voy a repetir las preguntas que ya recogí en un artículo anterior y que siguen sin una respuesta distinta de «aplíquese la autonomía de centro» porque igual todo esto es un mero paripé pensado para generar expectación hasta que se anuncie que los estudiantes, mejor se quedan en sus casas. Sin embargo, hemos desperdiciado una oportunidad de oro para hacer mejor las cosas. Volverán a quedar en la estacada los de siempre, quienes más necesitan la presencia del docente, quienes necesitan adoptar referentes distintos de los modelos que encuentran en sus familias, quienes tienen una brecha mucho más difícil de cerrar que la digital. 

Ha existido la oportunidad de preparar una compatibilidad de recursos presenciales y no presenciales para que quienes pudieran permitirse estar en sus casas pudieran hacerlo y, quienes no, pudieran optar a seguir acudiendo a la escuela en condiciones seguras, hibridando metodologías que no dejaran a nadie atrás y que siguieran apostando por obtener lo mejor de cada uno. Lamentablemente, volvemos a estar en la casilla de partida, en marzo de nuevo, por una falta de previsión y organización y si, como todo apunta, no se pudiera llevar a cabo el trabajo a pie de pizarra, se volverá a apelar a la buena voluntad de todas las partes, a los horarios infinitos, al tiempo regalado, a los medios personales, al pluriempleo académico, al aprobado por la cara y a la dilución de las funciones docentes y familiares. 

¿Cuánto estaremos dispuestos a aceptar en este déjà vu? ¿Pondremos pie en pared y exigiremos lo que corresponde? La comunidad educativa ha estado a la altura en cuanto aconteció en el final de curso pasado mientras las administraciones jugaban al ratón y al gato viendo que se les sacaban las castañas del fuego. Nada debe sorprender si a partir de ahora no encuentran en los despachos idéntico respaldo y las castañas se queman pues, como hubo de decir el ingenioso hidalgo Don Quijote en sus aventuras “El que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, no se debe quejar si se pasa”.

Javier Luque. 
Twitter: @las5sigmas


Imagen cabecera: https://www.pikist.com/free-photo-ibeuw/es

3 comentarios:

  1. Alto y claro.
    Si antes me invadía la incertidumbre, después de leer tu artículo se han disipado todas mis dudas: será un caos.
    Los profesionales debemos posicionamos ante la Administración para que no se produzca de nuevo el descontrol y la avalancha de trabajo si medios, materiales, todo a nuestra costa! Ya está bien de tantos abusos! Debemos exigir los medios necesarios para trabajar tanto en el centro como desde casa

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  2. Totalmente de acuerdo. Se ha desperdiciado el tiempo y cuando nos enfrentemos a la realidad veremos las consecuencias.

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  3. Después de acabar el curso 2019/20, todos esperábamos una reflexión y un plan serio para el 2020/21, pero como bien dice Javier, solo nos presentan, un volver a la casilla de salida. Diría que estoy sorprendido, pero mentiría.

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Estés o no de acuerdo conmigo, estoy seguro de que encontrarás la forma de comentar con respeto y buen talante.