Qué duda cabe de que el aparato eléctrico que se genera durante una tormenta es algo fascinante para el observador. Como todos los efectos meteorológicos, su génesis, se sustenta sobre distintos fenómenos físicos y su comprensión nos permitirá disfrutar de este sobrecogedor espectáculo de una forma distinta.
Para comenzar a entender cómo se generan las enormes intensidades eléctricas que se ponen en juego al formar los rayos y los relámpagos (las centellas las dejaré para otra ocasión ya que, aunque parece que su existencia ha dejado de pertenecer al mundo de las ensoñaciones, siguen existiendo muchas dudas sobre cómo se generan) hay que partir del concepto de estado plasmático —el cuarto estado de agregación de la materia— y, para ello, habremos de remontarnos al origen: la formación de la nube.
Cuando una masa de aire entra en contacto con la tierra incrementa su temperatura y disminuye su densidad, es decir, el mismo peso de aire, ahora, ocupa más volumen y ello le permite ascender haciendo que el aire frío se desplace hacia abajo por efecto de su peso y es que el aire, aunque no lo percibamos, pesa y de hecho, cuando se dice que la presión normalizada atmosférica es de cien kilopascales (kPa) —según recomendaciones de estandarización de la IUPAC— se está diciendo que sobre un metro cuadrado de superficie, el aire realiza una fuerza de cien mil newtons (N). Si ahora te preguntas por qué no nos aplasta esta presión la respuesta es que en el interior de nuestro cuerpo encontramos la misma presión que se reparte por igual en todas direcciones y esto hace que no apreciemos su efecto. Para ayudar a comprenderlo puedes imaginar que hinchas un globo. El globo crece ante ti porque la presión interior supera a la exterior debido al incremento de volumen que experimenta al introducir tu exhalación en un recinto confinado por sus paredes elásticas. Si no hubiera diferencia entre las presiones exterior e interior, estaríamos en el caso de llenar un globo con agua de mar e introducirlo en su seno, habría igualdad de presiones dentro y fuera de sus paredes.
Volviendo a nuestras corrientes de aire, estas arrastran moléculas de agua agrupadas en forma de vapor que aguardan a que la masa alcance su punto de rocío para condensarse en minúsculas gotas de agua o cristales de hielo. Cuando oímos hablar de que a una temperatura de 14ºC —por ejemplo— se alcanza una humedad del 70% se hace referencia a la humedad relativa que existe a dicha temperatura, es decir, cuánta agua, del máximo que el aire puede retener sin precipitar a esa temperatura, tenemos. Si alcanzamos el 100%, hemos llegado a la saturación, a lo que llamamos punto de rocío y el agua suspendida comienza a precipitar en forma de gotas. Esta saturación se puede alcanzar por diversos medios, uno de los cuales, es bajando la temperatura de la masa de aire. Elevaciones del terreno que obligan al flujo de aire a ascender verticalmente formando distintos tipos de cúmulos, el encuentro con un frente de aire frío, más denso, que obliga al más caliente (o menos frío) a aumentar de cota formándose nubosidades ciclónicas más densas conforme más cerca del suelo se encuentren o las corrientes denominadas de convección —un mecanismo clásico de transferencia del calor que se favorece del calor que la tierra cede a la masa de aire— provocan el citado efecto de saturación.
Ya tenemos nuestra nube con esas gotitas —y/o cristalitos de hielo según el caso— en suspensión que comienzan a chocar entre sí y con el granizo formado por efecto de las condiciones termohigrométricas de nuestra nube ya que, al igual que ocurre cuando frotamos una varilla de vidrio con un paño de seda, se crean cargas que hacen que nuestra masa nubosa se polarice acumulándose la carga negativa, correspondientes a las partículas más pesadas, en la zona inferior, a unos 5 kilómetros sobre la tierra y la carga positiva de las más ligeras en la superior pudiendo alcanzar hasta los 10 kilómetros de altura. Un tercer agrupamiento de carga, en este caso positiva, puede crearse en los estratos más bajos de la nube creando una estructura tripolar. A nivel eléctrico, ahora, nuestra nube, es como una enorme batería con dos (o tres) polos cargados. Esto crea una enorme diferencia de potencial tanto dentro de la propia nube como entre zonas de distintas nubes, entre la nube y la tierra o, incluso, entre la nube y la ionosfera. En el caso de producirse descargas eléctricas sin tocar el suelo hablaremos de relámpagos y en caso contrario, de rayos.
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Relámpagos |
Si acercamos un cable sin resistencia a los extremos de una batería (cosa no recomendable) apreciaremos la formación de una chispa y un chasquido sonoro tanto mayor conforme mayor sea la diferencia de potencial puesta en juego. Pues bien, este efecto a una escala descomunal, sería nuestro rayo si se produce entre nube y tierra.
Si hacemos un símil eléctrico nuestro sistema sería como una parte de un condensador esférico consistente en dos placas ligeramente curvadas (tierra y nube) y un dieléctrico (aire). Debido a la gran acumulación de carga negativa en la base de la nube se induce en la tierra una carga superficial positiva que crea un campo eléctrico que pasa de los 125 voltios/metro en condiciones normales —lo que llamaríamos «con buen tiempo»— a superar los 10 000 voltios/metro y dada la separación de las placas (tierra y nube) se genera una diferencia de potencial que ronda los 30 millones de voltios.
Dentro de la nube, la diferencia de potencial aún es mayor y cuando se genera la primera chispa las cargas eléctricas se ven aceleradas por efecto del inmenso campo eléctrico en el que están inmersas creando un reguero escalonado que progresa hacia la tierra ionizando, con poco más de 1 000 amperios, una banda estrecha, solo unos pocos centímetros de diámetro le bastará para su propósito, que servirá de guía al rayo propiamente dicho. En poco más de 20-25 milisegundos esta banda se queda a unos 100 metros de la superficie y por acción del intensísimo campo eléctrico entre la cabeza de este canal y la acumulación de carga que se produce por parte de la propia orografía del terreno —debida a lo que Benjamin Franklin denominó “efecto punta” — se inicia una descarga ascendente que comunica el canal con tierra provocando una especie de cortocircuito y provocando una «perforación del dieléctrico», poniendo en conmutación ambos polos cargados y la carga negativa del estrato inferior de la nube comienza a migrar hacia tierra con una intensidad que alcanza los 30 000 amperios.
Esta descarga lleva asociada un espectacular incremento de temperatura de más de 30 000 ºC que produce una instantánea y violenta dilatación de las capas de aire creando un brutal frente de onda acústico que avanza a razón de 340 metros cada segundo, el trueno.
Es posible que sólo se produzca
una única descarga debido a la incapacidad del polo en la nube de mantener
abierto el canal pero pueden crearse réplicas pocos instantes después que bajan
desde la nube hasta quedar cerca de tierra. Una nube de gran carga puede superar
en un breve intervalo de tiempo la decena de descargas.
Como podemos deducir de lo antedicho pueden encontrarse rayos negativos —los ya comentados y más habituales— y positivos —cuando se producen entre aquel tercer polo de carga positiva que comentamos que podría crearse en el estrato inferior de la nube— que, aunque resultando menos frecuentes —menos del 10% son positivos— resultan mucho más peligrosos por intervenir intensidades de hasta 200 000 amperios. Así la cosa, la próxima vez que te encuentres ante una tormenta eléctrica, disponte a disfrutar no sólo de un fabuloso espectáculo meteorológico sino, también, de una atropellada secuencia de fenómenos físicos que finalizará con un sobrecogedor estruendo.
Autor: Prof. Javier Luque
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