Que no creo en técnicas y
prácticas pseudocientíficas es algo que quienes me conocen pueden corroborar pero este artículo está motivado por una curiosa conversación
suscitada al habernos topado con dos productos
homeopáticos —de los que ya se ha hablado largo y tendido en otros foros— que cuentan con una larga tradición en los estantes de muchas farmacias (cosa incomprensible para mí pero, claro, es que las farmacias cada vez se parecen más a un supermercado con lotes de productos, promociones, tarjetas de regalo, cestas de compra...) que prometen panaceas
curativas y cuya forma de obtención nos ofrece un marco magnífico para ilustrar
por qué no sirven para nada.
Lamentablemente, en fechas recientes, se ha podido ver cómo el músculo financiero de los lobbies que sufragan estas corporaciones han preferido atacar a defenderse interponiendo demandas judiciales a quienes niegan la eficacia de sus mejunjes y retan a demostrar las pretendidas bondades curativas de sus productos. Paradójicamente, ahora, la carga de prueba recae en quienes, desde la base científica, manifiestan una realidad que aquellos que venden los productos ya ratifican en sus cajas y es: que son inocuos, o casi. Y lo son porque, matemáticamente, no pueden ser otra cosa —ahora lo veremos—, lo son porque no existe un límite de consumo seguro debido a un principio activo que haga algo en nuestro cuerpo —salvo excepciones que, además han provocado que fueran retiradas, precisamente, por ese motivo—. Por eso la mayoría pueden ser consumidos por niños o embarazadas y, si alguno indica lo contrario es porque en ocasiones se emplean en su fabricación sustancias como queroseno, arsénico, mercurio o cadmio cuya dosificación y manipulación requiere de unos conocimientos y procedimientos más exigentes y rigurosos que la molienda de plantas y la disolución repetida.
¿Se imaginan que yo les dijera que veo un dragón sobre mi hombro? Me dirían que estoy alucinando —y seguramente así sería— pero yo, ofendido por la afrenta, en lugar de demostrarles a mano abierta que llevo razón decido ajusticiarles judicialmente para que sean ustedes quienes demuestren que yo, en realidad, no puedo ver a mi dragón. Pues semejante barbaridad se está viviendo en nuestros días a cuenta de este negocio.
En mi opinión estas empresas deberían invertir en investigación de laboratorio lo que invierten en investigación de mercados y en bufetes de abogados y es que es una lástima que vuelva a percibirse la existencia de una línea delgada entre la Ley y la Justicia y que cruzarla sea solo cuestión de enfoque. Lo saben muy bien gente comprometida con la causa como Elena Campos (@ElenaC_S), Fernando Cervera (@FernandoCervera) o Emilio Molina (@ej_molina_c) entre otros muchos que han tenido que lidiar con estas máquinas de hacer dinero a costa de usuarios, desinformados unos, desesperados otros.
Pues en la conversación que motiva este artículo se habla de la seguridad de consumir productos homeopáticos frente a vacunas convencionales. Retomando algo que he dicho unas líneas más arriba, por supuesto, es más «seguro» tomar homeopatía —de la que no lleva aditivos raros— porque no presenta efectos en el organismos pero, ojo —y este es el matiz es fundamental— si no necesitas un medicamento. Quiero decir con lo anterior que si ante un resfriado consumes algo inocuo gastando —que no invirtiendo— un dineral no pasa absolutamente nada porque la naturaleza, por sí misma, se las apañará para salgas adelante. El problema viene —y esto es lo peligroso— si sustituyes la medicina efectiva —la que investiga, la que estudia, la que cura— por grageas de colorines, ungüentos milagrosos o infusiones de plantas que siguen la filosofía homeopática.
Tomo dos cajas del estante y en una pone el nombre del producto —del que no haré publicidad— seguido de un «30 CH» y me dicen que se trata de un tratamiento
que pretende ser preventivo y sintomático de la hipersensibilidad a una gama de
pólenes. En la segunda, tras el nombre comercial, figura un «200K» y este, según me dice la ¿farmacéutica? "se vende muchísimo en invierno" y se trata de otro tratamiento preventivo
y sintomático para con los estados gripales. Ahí están, con sus cajitas serigrafiadas, sus códigos de barras, sus prospectos..., compartiendo estante con fármacos de verdad, sacando pecho por ser capaces de hacer lo que los otros no y sin efectos secundarios, de forma natural, en verde.
Como si de vacunas se tratase en
ambos productos —no me pidan que los llame medicamentos— se supone que una
pequeña parte —ahora cuantificaremos cómo de pequeña— del agente del que se
quiere proteger al organismo se incorpora al mismo para que sea identificado
por el sistema inmune que será capaz de reconocerlo en un futuro y librarse de
él con las defensas que ya habría de haber desarrollado para entonces. En el caso del producto contra la sintomatología derivada de la exposición a pólenes se incorporan, según reza en
su prospecto, una serie de sustancias activas de gramíneas: Poa pratensis, Dactylis glomerata, y
árboles: pino, tilo, castaño, álamo, sauce, olmo, carpe, roble, arce, haya,
fresno, plátano, aligustre, saúco, ciprés, morera, olivo y acacia.
El que habría de ayudarnos contra el virus de la gripe, por su
parte, tiene una relación directa con el Oscillococco,
sobre el que volveré en un momento pero que, para abrir boca, se trataría de un
supuesto microbio compuesto por dos gránulos o “cocos” desiguales, que se mueven
rápidamente como si estuvieran oscilando.
Sin embargo NO se trata de vacunas
y es el momento de ver lo que diferencia a un medicamento de otra cosa que se
vende en el mismo local que los medicamentos. Una vacuna expone al organismo a
una cantidad muy pequeña pero segura de virus o bacterias que han
sido debilitados o totalmente destruidos para que el sistema inmunitario sea
capaz de aprender a reconocerlos para atacarlos en un futuro encuentro cuando
aquéllos traten de amenazar nuestra salud. Actualmente se cuenta con 4 tipos
diferentes de vacunas:
1.- Vacunas inactivadas elaboradas a partir de
fragmentos de virus o bacterias muertos
que carecen de capacidad para replicarse. No suelen presentar reacciones y son
muy seguras y fáciles de producir.
2.- Vacunas de virus vivos debilitados o atenuados
(como la de la varicela o la triple vírica del sarampión, paperas y rubéola).
En uno de los métodos principales se hace pasar el virus o bacteria a través de
sucesivos cultivos celulares o embriones animales para que pierda su potencial
de replicación en células humanas. La seguridad la ofrece el hecho de que para
poder ser usada en modo vacuna, el microorganismo ha debido pasar por más de
200 cultivos diferentes atenuando en cada uno su poder de contagio en humanos
pero manteniendo suficiente identidad como para que el organismo sea capaz de
reconocerlo. Otros métodos pueden ser la aplicación de ciclos de calor o el uso
de agentes químicos como el formol. Como casi todo en la vida tiene pros y
contras. Como aspecto negativo encontramos que es más inestable y puede
producir algunas reacciones entre las que se encuentra, aunque con muy poca
probabilidad, la de replicarse en un
agente más virulento una vez inoculado en el huésped humano. La ventaja
principal radica en que la protección que ofrece para con el sistema inmune es
superior al de la vacuna con agentes inactivos.
3.- Vacunas toxoides que contienen una toxina o
agente químico que ha sido producido por la bacteria o virus objeto de
vacunación. Puede decirse que el poder de inmunización lo enfocan a los efectos
de la infección, no a evitar que el organismo se infecte.
4.- Vacunas biosintéticas que se obtienen de
componentes artificiales, no solo de partes de virus o bacterias. La
recombinación genética suele estar detrás de la producción de estas vacunas y
se fabrican para luchar contra el papiloma humano, el meningococo o el
neumococo entre otras.
Para que una de estas vacunas pueda salir al mercado la
empresa farmacéutica tiene que pasar por sucesivas etapas para comprobar tanto
la efectividad inequívoca como la seguridad en humanos.
Antes de comenzar con el desarrollo clínico en sí debe darse un proceso de investigación previo
que abarca desde el descubrimiento de los distintos antígenos que se podrían
acabar empleando en la vacuna como la experimentación realizada en células o
animales que prueben su eficacia.
Posteriormente, en el proceso de desarrollo clínico la
vacuna ha de probarse en seres humanos en distintas etapas que pueden durar
varios años. En una primera fase se introduce el medicamento en humanos sanos
normales para estudiar la toxicidad y se establecen estudios de dosis-respuesta
para identificar la seguridad del fármaco y posibles indicios de su efecto. En
la segunda fase se desarrollan ensayos orientados a determinar la eficacia y
seguridad relativa en un grupo de voluntarios que son celosamente vigilados.
Una tercera fase se acomete tras establecer una probabilidad razonable de la eficacia del medicamento teniendo como objetivo la obtención de información adicional sobre efectos adversos que pueda presentar a la salud del paciente o aplicaciones específicas que no hayan sido previstas. Aquí se suman estudios controlados y no controlados. La última etapa se realiza una vez se ha autorizado el medicamento para su comercialización y abarca el estudio de nuevos espectros de usuarios no recogidos en ensayos anteriores (niños, enfermos crónicos, ancianos…), la evaluación de las directrices de administración, etc.
Una tercera fase se acomete tras establecer una probabilidad razonable de la eficacia del medicamento teniendo como objetivo la obtención de información adicional sobre efectos adversos que pueda presentar a la salud del paciente o aplicaciones específicas que no hayan sido previstas. Aquí se suman estudios controlados y no controlados. La última etapa se realiza una vez se ha autorizado el medicamento para su comercialización y abarca el estudio de nuevos espectros de usuarios no recogidos en ensayos anteriores (niños, enfermos crónicos, ancianos…), la evaluación de las directrices de administración, etc.
Para evitar que las expectativas del paciente, del investigador o del propio evaluador, influyan
sobre el resultado observado se incorporan técnicas de enmascaramiento como
el simple ciego (el paciente, pero no el investigador,
desconoce el grupo al que ha sido asignado, es decir, ignora cuál de los
posibles tratamientos recibe), el doble ciego (investigador y
paciente desconocen el grupo de asignación de este último) y triple
ciego (cuando también el análisis y evaluación de los datos se hace
sin conocer la identidad de los grupos) que ayudan a evitar falsos resultados
en el trámite de la investigación asegurando la fiabilidad estadística de los
resultados obtenidos.
Por supuesto, en el caso de los productos homeopáticos, todo
este galimatías de ensayos no tiene sentido porque no existen efectos adversos
reales ni peligros por sobredosis (claro, si eres diabético y tomas agua
azucarada…, por supuesto que habrá un disparo de la glucemia pero no por el
pretendido principio activo), ni riesgos
por interacción con medicamentos reales.
Y ¿qué significa ese críptico «CH» que hemos podido leer en la cajita?
Si damos un salto hasta el siglo XVIII podríamos habernos tropezado con Christian
Friedrich Hahnemann, un médico de origen alemán que leyó en una obra de Willian Cullen que el producto que se obtiene de la corteza
del quino —la quina— ayudaba a combatir el paludismo y probó en él mismo sus
efectos comprobando que eran muy similares a padecer la enfermedad. En su
cabeza se formó la idea de que lo que puede causar un espectro de síntomas en
un receptor sano podría curar a un paciente afectado de una enfermedad que
provocara idéntica sintomatología. He ahí el germen de la homeopatía pero por mucho que se quiera vender como un hallazgo, la causalidad, es inexistente ya que la
dura realidad es que el señor Hahnemann se intoxicó con un alcaloide de la
quina mientras que el paludismo lo provoca el plasmodium, un parásito
transmitido por la hembra del mosquito Anopheles.
Aunque ha adquirido
dimensiones fabulosas en lo comercial —como otras muchas modas
pseudocientíficas— no es de extrañar que en aquella época pudiera identificarse
tomar una porción de un veneno con crear una suerte de inmunización frente al
mismo ya que, de hecho, es lo que ahora se hace con las vacunas pero, claro, con
un método científico de distancia. Para evitar perjudicar a sus pacientes,
Hahnemann trató de rebajar las sustancias que habría de incorporarles usando
dos vías, a saber: «dilución y agitación» (añadir agua o lactosa principalmente y
agitar después) pero comercialmente no tenía mucho tirón por lo que pasaron a
denominarse «potenciación y sucusión». ¿Que a dónde pretendo llegar, te
preguntas? A ese «30 CH» que se muestra en la caja.
Desde que la química supo
de la existencia de los átomos gracias a una evolución que nos llevaría desde
las conjeturas de Demócrito a la teoría atómica de Dalton que fue moldeándose
con nuevas apreciaciones con el devenir de los años hasta llegar a las
recientes teorías de la cromodinámica cuántica, se infirió que la materia estaba
formada por agrupamientos de estos átomos y esto, amigos míos, perjudicaba
notablemente el principio homeopático. Veamos el porqué.
De entre las formas de
diluir nuestro principio activo, esas esencias de plantas y árboles que crean
efectos indeseables en el organismo del alérgico, el producto que tenía en mi mano había escogido el
método de Hahnemann. Según el mismo, si tomamos 1 centilitro de esencia
(soluto) y añadimos 99 centilitros de agua
(disolvente) obtendríamos 1 litro de disolución con una concentración
diluida 1 CH (Centesimal de Hahnemann). Tras agitar adecuadamente para homogeneizar, cada
extracción que tomáramos tendría un 1% de la esencia original. Podría pensarse
que esto bastaría para no dañar el organismo y sería suficiente para que el
cuerpo, con esas trazas de soluto creara su reacción sanadora, pero no. Lo que
se hace a continuación es tomar 1
centilitro de nuestra disolución 1 CH y añadirle, de nuevo, otros 99
centilitros de agua pura. Ya tenemos nuestro potingue 2 CH. Y este método lo
repetimos una y otra vez, hasta 30 veces sabiendo que, cada vez, el producto resultante
está cien veces más diluido que la disolución anterior de tal manera que, del
escaso soluto inicial, tendremos
0.000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 001 partes en
nuestro frasco 30 CH. Casi podría decirse que encontrar alguna traza, más
incluso, alguna molécula de nuestros principios activos sería una mera cuestión
de azar.
Un ejemplo fantástico para ilustrar este despropósito lo
encontramos de la mano del profesor Arturo Quirantes en su genial Homeopatía, va a ser que no donde
recoge cómo, si partiéramos de tener una piscina olímpica entera llena de yodo
puro y quisiéramos obtener 1 solo átomo de yodo en la piscina tendríamos que
alcanzar un triste 16 CH. Para hacernos una idea aún más precisa de lo rocambolesco
del asunto, para encontrar 1 solo átomo de yodo en un volumen de agua igual a
la suma de todos los océanos del planeta tendríamos que haber alcanzado un simple 24 CH. Y lo que contiene nuestra cajita todavía tiene 6 diluciones adicionales.
Si ahora retomamos el caso del
supuesto antigripal (vaya por delante que, haciendo spoiling, no esperen encontrar mejoría alguna distinta de un efecto placebo)
volvemos al caso de ese microbio, el Oscillococco, que solo fue visto bajo
las lentes del microscopio de Joseph Roy
en 1917 cuando ejercía de médico militar en plena campaña bélica, cuando la mal
llamada «gripe española» asolaba Europa. Según dijo encontró este
microorganismo en enfermos con úlceras, paperas, gonorrea, rubéola,
tuberculosis…, y por un proceso de descarte concluyó que el origen era el
hígado de un pato muy apreciado en la cocina francesa el Cairina moschata . Dado que no fue capaz de aislar este microorganismo —ni nadie, porque solo él fue capaz de verlo—, decidió afrontar la cura con las vísceras del animal directamente y a su remedio lo llamó “Anas Barbarie, Hepatis et Cordis Extractum” atormentando el descanso del pobre Linneo.
Pero, para extraer esa
suerte de «esencia curativa» que prodigaba Hahnemann protegiendo la salud del
paciente, había que someterlo a esas diluciones y agitaciones que ya vimos. El
método escogido en este caso es el conocido como método Korsakov, de ahí el «200K» del producto (no vayan a pensarse que es un múltiplo de alguna unidad de
peso o volumen). Si el método Hahnemann les pareció de poca utilidad,
prepárense para este. Imaginen que tenemos una lata de pintura y la vaciamos
completamente. Resulta fácil imaginar que las paredes mantendrán una fina
película de fluido adherido. Imaginen que, a continuación, llenamos la lata con
agua y removemos y agitamos vigorosamente para después tirar el contenido.
Ahora, ya resultaría difícil saber en qué proporción encontramos la pintura que
aún pudiera quedar en la lata pero, aún así, esto se repite una y otra vez, en
el caso de nuestro producto,
en 200 ocasiones más, quedando como resultado…, agua.
Mucha más información de calidad en algunas de las meritorias instituciones y propuestas científicas que han aparecido en nuestro país y que luchan por proteger al usuario —a veces, hasta de él mismo— de prácticas que pueden afectar a su salud y su bolsillo.
Asociación para Proteger al Enfermo de las Terapias Pseudocientíficas
@apetp_
https://www.apetp.com/
Círculo Escéptico
@cescept
https://circuloesceptico.org/
Federación de Asociaciones Científico Médicas Españolas
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