lunes, 18 de mayo de 2020

Biomímesis, la tecnología aprendiendo de la naturaleza.


Hablar de naturaleza es hablar de evolución. Distintos proceso de selección, unos sutiles, otros dramáticos, han permitido que una generación tras otra de cada especie acabe siendo lo que es hoy, que hayamos llegado hasta aquí los que hemos llegado, con nuestras bondades y nuestros defectos. No hay un solo matiz que haya sido diseñado desde un principio para alcanzar a ser algo que podamos reconocer hoy. Todo es consecuencia de millones de años de ensayo y error, de pruebas y fracasos, de mutaciones exitosas que ofrecen una ventaja competitiva a un espécimen sobre sus rivales y perdura o que, por el contrario, supone un hándicap y aboca a su extinción. No somos la mejor opción, hablando en términos absolutos. Somos el mejor resultado evolutivo compatible con el contexto que ha vivido nuestra especie. 
Nanorrobot molecular.
Nanorrobot molecular

A esta ecuación evolutiva, que ha venido funcionando desde aquellas primitivas células que, en la Tierra, comenzarían a generarse hace más de tres mil quinientos millones de años con un puñado de proteínas, nucleótidos, grasas y azúcares, se han incorporado ahora nuevas variables como el desarrollo científico y técnico. Este desarrollo, sin embargo, no ha surgido de la nada. La naturaleza lleva logrando abrirse paso con éxito en muchas tareas que nosotros hemos adaptado a partir de hacer algo con lo que todo proceso debe comenzar: la observación. Aprender de la naturaleza y adaptar sus soluciones a nosotros no es algo nuevo, se trata de la biomímesis. 

Hemos tenido que comprender cómo se sustenta un pájaro en el aire antes de ser capaz de encontrar las ecuaciones que nos permitieran construir aviones que fueran capaces de elevar 640 toneladas en el aire. Comprender los principios de la flotabilidad, hace ya casi once mil años, nos ha permitido desplazar hoy barcos gigantescos de 230000 toneladas que se alzan más de 90 metros desde el mar. 

Apreciar la manera en que el medio natural resuelve un problema y adaptarlo a nuestra forma de vida es algo que en el mundo empresarial, con las modernas técnicas de mercadotecnia, se ha considerado vital y hasta se le ha puesto un nombre con impacto, benchmarking lo llaman, pero ingenieros, arquitectos y científicos están acostumbrados a hacerlo desde hace mucho. Partir de la solución que la naturaleza ha dado a un problema sin tener que esperar el tiempo que ella destinó a tal fin y sin las consecuencias dramáticas que, en muchas ocasiones, hubieron de producirse, es algo que está a nuestro alcance y si no se hace más a menudo es porque, sencillamente, no sabemos que existe. Por eso es tan importante la interdisciplinariedad frente a la especificidad porque la visión de conjunto evita buscar solo en parcelas acotadas. La evolución de las necesidades lleva aparejada una búsqueda más intensa, involucrando más campos, pero son escasas las veces que encontremos una dificultad que no haya sido resuelta antes por algún proceso natural. 

Si apreciamos un icono de la ingeniería (otros, no yo, la considerarán una obra arquitectónica) como es la torre Eiffel podemos encontrar claras trazas de biomímesis para con las estructuras óseas de mamíferos. El hueso se forma con dos tipos de estructuras. Una de ellas es densa, compacta y con sección hueca que aloja a tejidos no contribuyentes a nivel resistente. La diáfisis de un hueso largo (la zona delgada entra ambos extremos) es un claro ejemplo que ilustra a la perfección cómo el cuerpo se organiza ante la carga y, además, tiene muchos de los requisitos que el cálculo estructural obliga para evitar el colapso de la estructura (como engrosar las paredes del canal hueco en la parte más propensa a romperse por cortante, la zona media). La zona porosa está formada por un tejido reticulado, similar al comportamiento que ejercería una malla resistente, cuyas trabéculas (los filamentos óseos) dejan espacio vacío a su alrededor confiriéndole esa esponjosidad. 

Epífisis femoral


Una estructura así duraría poco sometida a esfuerzos intensos como le ocurre a los huesos de nuestras piernas cuando andamos o corremos pero la naturaleza ha optimizado el diseño haciendo que el material resistente se concentre de una forma determinada en la epífisis del hueso (las cabezas de los extremos) donde se producen unas «líneas de carga» consecuencia del reparto del esfuerzo a través de su volumen. Esas líneas de carga definen la trayectoria que seguirán las líneas de fuerza que habrán de ser resistidas por los huesos, el resto, simplemente, no trabaja. La orientación y densidad de estas trabéculas cambia de una especie animal a otra a tenor de la función de carga que tenga prevista realizarse. Realmente, el hueso se ha optimizado para crear esas líneas de resistencia justo donde se necesitan conforme al tipo de esfuerzo que se ha venido desarrollando en sucesivas generaciones.


Soporte Torre Eiffel

En el caso de la torre Eiffel, el ingeniero siguió el mismo principio de montaje jerárquico que estos huesos donde piezas principales trianguladas dejaban amplios espacios huecos que no aportarían resistencia pero sí peso a la estructura. A su vez, estas estructuras principales, estarían reforzadas por otras celosías interiores que permitirían la subdivisión de las fuerzas involucradas acometiendo, con secciones menores y más livianas, fracciones de la carga que se distribuye de forma coherente con la geometría. Es una optimización natural, evolutiva, que el estudio técnico ha sancionado con fórmulas universalizando su uso.

Pero no solo a nivel estructural podemos aprender de la naturaleza. Observar cómo el martín pescador es capaz de penetrar en el agua sin apenas crear ondulaciones en el medio líquido aprovechando la forma de su pico y cabeza permitió a los ingenieros del tren de alta velocidad japonés modificar su aerodinámica para reducir el efecto sónico que creaba al abandonar un túnel. 

El velcro que usamos en multitud de aplicaciones textiles es otro ejemplo que surgió de la observación de la altísima adherencia que presentan las flores del cardo al colocarse sobre multitud de superficies debido a su forma de gancho que actuaba como un perfecto anclaje capaz de sostener sobradamente su peso. 

El medio natural no deja de ofrecernos oportunidades de comprobar la eficacia de sus diseños pero, cada vez, nuestras exigencias son mayores y encontrar una respuesta requiere indagar más y mejor. Imaginemos por un momento que nos ofrecieran un esmalte tan deslizante para nuestros aparatos sanitarios que jamás fuera necesario limpiarlos porque nada pudiera quedar adherido a ellos. O unos cristales para nuestra ventana o parabrisas incapaces de retener la suciedad. La naturaleza es sorprendente y, muchas veces, la respuesta se encuentra en lugares del todo imprevisibles. Los estudios que se están realizando en estos campos emplean nanoestructuras de carbono pero vuelven a surgir de la observación, en este caso, de las patas de un lagarto tokay. Estos animales pueden quedar suspendidos de prácticamente cualquier superficie pero la forma en que lo conseguían había sido una incógnita hasta que el tejido de sus extremidades fue visualizado con un microscopio electrónico (mucho más preciso y con mayor capacidad de aumento que los ópticos). Estos animales tienen en sus extremidades una serie de capas delgadas o lamelas formadas por unos pelos recubiertos de queratina a razón de casi 15000 unidades por cada mm2 que permiten aportar al animal una fuerza de adherencia increíble (en teoría, una sola pata podría mantener colgada a una persona de 70kg). Lo sorprendente es que cada uno de estos filamentos está formado, a su vez, por cientos de terminaciones de apenas 2 micras de longitud y un centenar de nanómetros de diámetro que permite, a nivel molecular, establecer uniones temporales entre los electrones de los materiales a los que se adhiere por medio de enlaces de Van der Waals causados por correlaciones en las polarizaciones fluctuantes de partículas cercanas (una consecuencia de la dinámica cuántica). La peculiar forma de caminar que tienen estos animales se debe a la propia atracción electrodinámica que experimenta, a nivel molecular, con la superficie ya que le sería imposible separar la pata por tracción (sería mucho más difícil que retirar, tirando, la ventosa más terca del mundo de un cristal inmaculado) pero podría anularse al cambiar el ángulo de contacto de las fibras terminales. Esta misma fuerza de atracción imposibilita que las partículas de suciedad puedan quedar adheridas a la piel del animal. 

Átomos de carbono formando un nanotubo


En laboratorio se ha conseguido emular esta estructura a partir nanotubos de carbono (estructuras cilíndricas de carbono puro cuyo diámetro alcanza la millonésima de milímetro) y cuando sea posible aplicar este principio a nuestras superficies tendremos cada día un ratito más para nosotros gracias a lo que ahorraremos en limpieza doméstica. 

Una máquina en funcionamiento se calienta por el mero hecho de estar fabricada con componentes mecánicos que presentan fricción, por tener cables eléctricos que aumentan la temperatura al pasar una corriente eléctrica por ellos, por contar con resistencias térmicas o potentes lámparas, generadores de campo, etc. Para lograr que la temperatura baje hasta unos niveles aceptables se emplean sistemas de extracción (que recogen de la parte superior el aire caliente) y de impulsión (que aportan al volumen interior del lugar de trabajo aire a una temperatura calculada para que, al mezclarse con la masa de aire existente, dé lugar a una temperatura adecuada).
Los dos mecanismos principales de transmisión del calor en el interior de recintos de trabajo son la conducción y la convección (menos significativo resulta el tercero, la radiación). El principio físico de ambos conceptos es fácilmente comprobable en la práctica, basta con tocar una superficie caliente o salir a la terraza en un día ventoso. En el primer caso el cuerpo caliente cede calor al frío (nuestra mano, que estará menos caliente) haciendo que parte del calor que se acumula en aquel migre hacia nosotros aportando una cantidad de energía calorífica en cada instante que estemos en contacto según una compleja ley que debemos al matemático y físico Jean-Baptiste Joseph Fourier cuya profundidad excede el nivel pretendido ahora por lo que le dedicaré alguna entrada próxima para el lector con deriva técnica. El viento, empero, es el resultado del desplazamiento de masas de aire que ganan energía térmica de una superficie caliente, el suelo, reduciendo así la densidad del fluido y tendiendo a ascender ocupando su lugar las masas más frías y pesadas que caen hacia la tierra siguiendo un gradiente de temperaturas. 
Un ventilador extractor se encarga de expulsar fuera del recinto el calor que queremos disipar. Y aquí es donde vuelve a tomar cuerpo la biomimética. El cuerpo del ventilador se suele diseñar con forma de espiral logarítmica tridimensional pero no se hace porque un algoritmo haya determinado que es la forma más adecuada (eso se emplea posteriormente para afinar los parámetros de la curva) sino tomando la idea de los caracoles marinos. Ver cómo estos animales son capaces de eliminar el calor de forma tan eficiente llevó a pensar que la curiosa forma de su concha tenía algo que ver con el proceso y así se crearon los primeros prototipos de ventiladores centrífugos tan habituales en cualquier industria hoy en día.

La naturaleza tiene respuestas a problemas que aún, siquiera, se nos han planteado. Uno de los que más interesantes me resultan se está analizando en nanorrobótica, una técnica pionera que pretende miniaturizar robots para cumplir una función encomendada, por ejemplo, dentro de nuestro propio cuerpo, desde hace más de un cuarto de siglo. 
Supongamos ahora que padecemos una enfermedad provocada por un virus (¿nos suena de algo?). Sería magnífico poder contar con un ejército aliado de defensas robóticas inmunes a estos patógenos que pudieran analizar desde dentro la situación y generar una estrategia de ataque que pudiera vencer al enemigo. Sin embargo, un robot molecular, para que pueda funcionar, necesita de un mínimo de elementos: un motor que permita su desplazamiento por nuestros tejidos y fluidos, un sistema energético que haga las veces de combustible, un sistema que permita establecer una comunicación desde el exterior, otro para poder comunicarse entre ellos, dispositivos biológicos de detección del intruso, una cápsula de fármaco para poder combatirlo…) 

Robert A. Freitas, del Instituto para la Fabricación Molecular en Palo Alto, California, propuso un diseño en 1998 donde una esfera de 1 micra (una milésima de milímetro) de diámetro podía contener todo lo necesario al aglutinar átomos estructurales capaces de portar varios miles de millones de carga dentro de distintos compartimentos (como si de un submarino a nanoescala se tratara). Su diseño incorporaba un motor de glucosa y dos cámaras principales de oxígeno y dióxido de carbono respectivamente con sus respectivos sensores, un minimalista ordenador central montado sobre un glóbulo rojo artificial y rotores de agua que permitirían el desplazamiento. Sistemas más evolucionados han conseguido fabricar estas naves nanoscópicas con forma de tronco de cono de apenas 10 micras donde una superficie interna de platino reacciona con un combustible de peróxido de hidrógeno (agua oxigenada) formando burbujas de oxígeno que salen despedidas hacia atrás impulsando la nave hacia adelante.
La incorporación de sensores que fueran capaces de detectar un tipo concreto de atacante permitiría la identificación del mismo en la misma manera en que lo hace nuestro sistema inmune pero adaptándolo a nuestra tecnología, por ejemplo, creando nanocircuitos donde el patógeno y sensor funcionaran como un sistema llave-cerradura. Cuando ambos se encuentren se activará una señal que indicará a nuestro nanorrobot que el atacante ha sido identificado y se activará el protocolo de destrucción (ya sea liberando un fármaco, activando unas aletas que lo desmiembren, girando a gran velocidad para cauterizarlo…) o uno de captura y transporte (por ejemplo, para extraer una muestra).  

En el caso de contar con nuestro batallón nanorrobótico la siguiente pregunta que debe surgir es cómo conseguir que se coordine pues no tendremos un tiempo excesivo si queremos evitar intoxicaciones.
Crear un mando único que dirija a millones de estos dispositivos sería poco realista y, además, consumiría excesivos recursos. Es entonces cuando volvemos a fijarnos en la naturaleza y observamos que existen colonias que con una escasa división de funciones entre sus miembros se consigue resolver problemas apelando a la estigmergia, una organización distribuida que alcanza a conseguir sus objetivos de una manera sorprendentemente eficaz para carecer de líderes. Es lo que se han llamado «técnicas de enjambre». Su análisis ha permitido encontrar una forma de que dispositivos de bajo nivel con autonomía limitada se controlen sin un mando único. Son los propios elementos componentes quienes acometen las distintas tareas apelando a la consecución de un objetivo. Esta inteligencia de enjambre requiere de códigos que permitan resolver los problemas de decisión sin la necesidad de recibir instrucciones a cada instante. Los matemáticos han logrado diseñar algoritmos viables asignando a la función fitness (la que se pretende optimizar) un criterio de inicialización (una población o número de partículas inicial que puede ser aleatoria), un criterio de detención (que podrá depender de un número de repeticiones o de un criterio de acotación de error), varios criterios de selección (que dependerán del modelo de algoritmo) y criterios de reemplazo (por ejemplo, en una variable posicional de una partícula se sustituirá la posición anterior por una nueva que evalúe a aquella y la incremente en la velocidad por el tiempo empleado por la partícula). 

Como apreciamos, nos alejamos del modelo de control clásico donde dispositivos de entrada informan al controlador del estado del problema para que sea este quien decida qué nueva acción tomar (imaginemos un control automático de velocidad donde los sensores Hall de campo magnético informan a la unidad de mando de la velocidad instantánea en cada tramo de la carretera para que se decida si se aumenta, mantiene o disminuye la inyección de combustible) para pasar a otra filosofía de búsqueda de la función objetivo a partir de métodos metaheurísticos basados en iteraciones a los que se aplican procesos estocásticos para caracterizar matemáticamente variables aleatorias que cambian con el tiempo. 

Así, una miríada de artefactos robóticos que circule por nuestras venas podría detectar células cancerosas, unirse a ellas, liberar dentro de su envolvente un fármaco letal que las destruya y abandonar nuestro cuerpo a través de la uretra para el siguiente corte publicitario de nuestra película favorita.




Imagen de cabecera: nanobot/ https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Nanob.jpg  CC BY-SA 3.0
Imagen Torre Eiffel: Foto de Neels Smit, en Pexels. https://www.pexels.com/es-es/foto/220217/
Imagen de nanotubo: Chiraltube/ Taner Yildirim derechos de uso público del Gobierno de EEUU. https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Chiraltube.png
Imagen de hueso: https://www.piqsels.com/es/public-domain-photo-fhhhn. CC0, dominio público


Autor: Javier Luque.




2 comentarios:

  1. Eres un visionario... como Julio Verne.
    Estoy segura que algún día se hará realidad porque como bien dices, no nos queda otra que avanzar al evolucionar. Lo ideal sería que no hubiera muchas trabas intermedias de mentes planas...

    Responder

    ResponderEliminar
  2. Un gran recorrido por los materiales creados por la evolución y su uso en tecnología. Buena reflexión el hecho de que no son los mejores, sino simple azar con respecto al ambiente reinante en cada momento y los cambios producidos. Conocía alguno de los casos descritos, el resto los abrazo y retendré junto a los anteriores.

    El futurista nanoejército interno me ha recordado, salvando las distancias, aquella película de ciencia ficción de 1966 que de pequeño me dejó ojiplático 'Fantastic Voyage'. Aún fantaseo con viajar por esos lugares tan cercanos y a la vez inaccesibles que nos forman a nosotros mismos.

    En conclusión, en estos casos siempre se me viene a la mente pensar lo poco que habría evolucionado la ingeniería y la tecnología si todos los humanos fueran como yo. Este tipo de investigadores me parecen héroes.

    ResponderEliminar

Estés o no de acuerdo conmigo, estoy seguro de que encontrarás la forma de comentar con respeto y buen talante.