Un «punto», en el contexto geométrico, es una entidad primaria, fundamental que como la recta o el plano necesita describirse en relación a otras entidades. Carece de dimensiones, por lo que no tiene superficie ni volumen. Es la unidad mínima de expresión geométrica y, aun así, está contenido en todo cuando somos capaces de representar. Pero todo parece más complicado cuando se añade el adjetivo «cuántico».
El mundo en el que nos movemos, trabajamos y socializamos se rige por unas reglas bien conocidas que entran dentro de la física clásica, la física de Newton. Podemos prever dónde caerá una pelota de tenis golpeada por la raqueta o cómo se comportará una de esas ciudades flotantes que surcan los mares y océanos repleta de turistas cuando se introduzca en el agua.
Hemos sido capaces de encontrar una galaxia (la HUDF.YD3) situada a 13100 millones de años luz de nosotros (un año luz son 9 460 730 472 580,8 km) pero somos incapaces de saber dónde se encuentra un electrón de los que componen nuestro propio cuerpo. Esto es así porque las leyes de la mecánica cuántica son radicalmente distintas a las que nos resultan familiares. Algo tan fascinante como pensar que una partícula de luz, un fotón, puede comportarse como un corpúsculo y también como una onda es algo que sustenta nuestro conocimiento científico pero que sigue sin ser evidente para nuestro razonamiento. De hecho, cualquier cuerpo tiene una longitud de onda asociada como ya recogió en sus estudios el célebre teórico Louis de Broglie. ¿Significa esto que cualquier objeto (nosotros mismos) podría pasar de ser un cuerpo material a transmutarse en una onda y vagar por el espacio? En teoría, sí pero nada es tan fácil en los terrenos de la cuántica. Los cuerpos tienen una masa y una velocidad que definen lo que se conoce como momento lineal de la partícula (o cuerpo). Para que se pueda manifestar este efecto ondulatorio ha de incorporarse a la ecuación una constante que ha cambiado la forma de entender la Ley Natural.
En 1900 Max Planck calculó una constante que sirvió para obtener la energía de un fotón y esto llevó a toparse con que la energía no se emitía de forma continua sino que lo hacía en diminutos «paquetes» que llamó «cuantos». El valor de su constante se encuentra en un orden de magnitud -34 y aplicar este exponente a un cuerpo de nuestro entorno hace que la probabilidad de que pueda manifestarse su carácter ondulatorio es puramente anecdótico.
A lo largo del siglo XX la teoría cuántica no ha hecho más que crecer matemáticamente, ramificarse y especializarse, invirtiéndose grandes sumas de dinero en obtener aplicaciones rentables para el ser humano. Esas aplicaciones llevan tiempo con nosotros, unas buenas y otras no tanto.
Entre las buenas encontramos las que se aplican al campo de la salud. En este apartado, científicos de todo el planeta se vienen afanando en encontrar soluciones que detecten y traten el cáncer y la tecnología ayuda en la medida de facilitar las herramientas que sirvan de apoyo a la investigación médica, a la farmacología y a la diagnosis.
El concepto de punto cuántico no es algo reciente, ya se encontraron a mediados del siglo pasado pero su estudio ha permitido aprovechar sus increíbles funcionalidades en diversos campos, uno de ellos, la medicina.
Cuando nos movemos en escalas nanométricas visualizar partículas atómicas se antoja complicado pero el avance científico y técnico ha sido capaz, incluso, de permitir su manipulación a conveniencia. Estos puntos cuánticos son estructuras cristalinas que pueden ir desde uno a pocos miles de átomos que organizan su geometría de tal manera que los electrones quedan confinados dentro en una suerte de jaula atómica que coacciona su libertad de movimiento. Una de sus principales cualidades es la de marcar su posición. Al recibir un haz de luz sus electrones se excitan y se ven obligados a cambiar de banda de energía de forma que, al retornar a la que les corresponde, emiten luz (devuelven aquella energía que no les corresponde) pero lo hacen con una determinada longitud de onda (que está vinculada a un color dado) que es fácilmente distinguible por nuestros detectores.
Esta misma semana he leído una noticia que recogía cómo unos científicos de la universidad Pablo de Olavide han empleado puntos cuánticos, de óxido de cinc, como ligandos a nanopartículas de hidróxido de calcio que forman parte de un mortero de reparación. De esta forma pueden evaluar la penetración de la pasta reparadora en la piedra caliza tras someterla a luz UV. El concepto es brillante porque «adulterar» una masa con partículas que sin afectar a su calidad pueden arrojar información valiosa para nosotros con tan solo hacerles incidir una luz ultravioleta es encontrar una aplicación que relaciona el mundo de las partículas con el nuestro de una forma práctica y relativamente económica.
Vemos que estas nanoestructuras ya están entre nosotros y nos ayudan a mejorar nuestros procesos industriales pero, también, nos ayudan a seguir vivos.
La fluorescencia que exhiben los puntos cuánticos es mucho más intensa y estable que la que puede alcanzarse con otro tipo de marcadores de contraste. Pueden viajar por nuestro cuerpo mostrándose inactivos ante cualquier proceso biológico hasta que los anticuerpos que lleven unidos localicen la presencia de marcadores en la superficie del tejido tumoral. Podríamos visualizar esto como si nuestro «punto» estuviese recubierto de una sustancia sensible a otra que recubre masivamente el tejido al que queremos que se fije. En el caso del tumor suele existir un exceso desmesurado de una proteína que no se encontraría en el tejido sano. Esto haría que nuestros puntos cuánticos se adhiriesen al tejido enfermo y dado que la extensión que ocupa es elevada (un volumen mayor lleva asociada una mayor superficie de exposición) muchísimos de nuestros «átomos artificiales» (también se llaman así) acabarían engrosándolo creándole una película envolvente. Con partículas tan pequeñas se obtiene una extraordinaria fidelidad de la superficie del tejido alterado del mismo modo que reducir el tamaño del píxel mejora la resolución de una imagen y la calidad de la misma. Otro tanto ocurre con su volumen permitiendo cuantificar su crecimiento, ligaduras a otros tejidos y localización exacta que ilustrará al cirujano la mejor forma de acceso llegado el momento.
Para evitar que nuestro sistema inmune dé la voz de alarma y haga su trabajo se emplea, por ejemplo, polietilenglicol que es un polímero que se vincula al punto cuántico para que resulte invisible a nuestras defensas garantizando que ejecute su función diagnóstica correctamente antes de ser eliminado del organismo.
Una vez extraída una muestra a biopsiar su utilidad también resulta fenomenal para el patólogo pues trabajando con los anticuerpos específicos y con estructuras cuánticas bien escogidas, de forma que cada una emita energía en distinta longitud de onda, se podrán mapear en una única imagen tridimensional las células cancerosas con sus distintas poblaciones celulares y los tejidos adyacentes que los irrigan.
A la hora de combatir con medicamentos al enemigo también presentan una enorme utilidad como vehículo de transporte. En el proceso nanofarmacológico se puede conseguir enviar medicamentos a una diana concreta alojándolos en un medio de transporte de tamaño nanoscópico que los encapsulará en su interior hasta que su pared se degrade y libere el contenido en lugar exacto. Las ventajas son evidentes pues puede conseguirse reducir la cantidad de químicos circulando por el organismo y se puede intensificar la dosis en el sitio que se necesita sin afectar a otras zonas.
Uno de los problemas a los que hay que hacer frente es a encontrar la forma óptima de expulsarlos del organismos pues la principal vía es la excreción a través de los riñones y para ello, su tamaño, deberá ser menor que el de los poros de la membrana del glomérulo renal. El incremento de funciones que demos a nuestras nanoestructuras implicará un aumento de tamaño y esto supondrá una diferencia entre permanecer unos pocos minutos dentro del organismo a mucho más tiempo manifestando potenciales síntomas de toxicidad.
Aunque ya se cuenta con cierta experiencia, aún estamos en los albores de la manipulación atómica. Cada nuevo logro es una herramienta valiosa que ayudará a crear nuevas aplicaciones, a superar nuevos retos y establecer nuevos horizontes de trabajo para los futuros investigadores que hoy se están formando en las aulas.
Autor: Javier Luque
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