Hablar del tiempo desde un punto de vista ontológico suele causar angustia e incomodidad por muy apasionante que resulte y por muy intrigantes que resulten las aportaciones de nuestros interlocutores. Su concepto ha venido discutiéndose desde los presocráticos y, aún hoy, seguimos valiéndonos de teorías para elucubrar sobre su razón de ser y de experimentos que arrojen luz sobre la dirección en la que debe investigarse. La verdad, es que, a estas alturas, no hemos tenido tiempo de saber con certeza qué es el tiempo.
Aristóteles ya advirtió el problema que suponía el tiempo en sí mismo. Se dio cuenta de que hablar de tiempo era referirse a tres estados que conviven en una misma esencia pero con realidades distintas. Como recogió San Agustín en Confesiones el pasado ya no es y el futuro aún no ha sido luego solo queda el presente como único tiempo con una componente real estableciéndose como una línea divisoria entre dos intervalos exentos de realidad. Su reflexión sobre lo que estamos midiendo cuando medimos el tiempo es una primera advertencia de la complejidad del tema «Mido el tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro (que aún no es), ni mido el presente (que no se extiende por ningún espacio), ni mido el pretérito (pues ya no existe). ¿Qué es, pues, lo que mido?» Y a esto podríamos añadir un pensamiento de Wittgenstein, un ingeniero reconvertido provechosamente en filósofo, cuando se preguntaba a dónde iba el presente cuando se convertía el pasado.
Tiempo y movimiento van de la mano porque este no puede entenderse sin aquel y, sin embargo, aquello que participa del reposo también participa del tiempo. Nada apunta a que ambas realidades sean tan distintas, antes bien, parece que exista una relación íntima que nos permita gozar de la capacidad de movernos mientras el tiempo, sea lo que sea, se muestra con una sucesión de escenas que vamos recorriendo a lo largo de nuestras vidas.
El tiempo es algo que inunda todo lo que nos rodea. Los seres vivos contamos con un «reloj biológico» que marca los tiempos de nuestros procesos vitales, se acomoda en nosotros y hace que nuestro metabolismo evolucione, que nos adaptemos a las sucesivas etapas que vivimos y que envejezcamos hasta que nuestro tiempo aquí haya concluido.
El mecanicismo determinista de Newton está participado constantemente del concepto de tiempo. Sus infinitésimos basan en él su razón de ser al expresarse como razones primeras y últimas ordenadas en una cierta sucesión. Hume, crítico con las ideas de «sustancia» y «causalidad» no mostrará idéntico enfrentamiento hacia los conceptos de «espacio» y «tiempo» pues sí considera que pueden incorporarse a los criterios empiristas, los considera basados en las percepciones (pues es algo cuyos efectos podemos sentir y medir) aunque no seamos capaces de percibirlos directamente.
Esto debió de despertar en Kant la necesidad de abordar el tema desde un punto de vista metafísico llevándole a distinguir tres cualidades del tiempo: su duración, su sucesión y su simultaneidad bebiendo de sus trabajos científicos como Hamilton, Ampère, Faraday o Maxwell.
La física, la matemática, la filosofía, la biología y, por supuesto, la teología entre tantas otras disciplinas se ocupan de una manera u otra del tiempo. Sabemos cómo lidiar con él y cómo adaptarnos a sus consecuencias pero aún no conocemos su naturaleza, de qué está hecho, cómo surgió y si existen variantes a esta magnitud en otros lugares (entiéndase otros potenciales universos).
No podemos adivinar desde cuándo somos conscientes del concepto de tiempo pero desde que disponemos de tecnología suficiente hemos tratado por todos los medios de medirlo de forma cada vez más exacta, desde los primeros relojes de sol encontrados en Egipto en tiempos de Tutmosis III hace 2700 años pasando por clepsidras, relojes de arena, mecánicos... hasta los modernos relojes atómicos que llevan incorporados los satélites de posicionamiento global que nos permiten circular con nuestro navegador de a bordo al ofrecer una exactitud de 0.000000001 segundos por día.
Tal precisión puede parecer que conduce a un pretendido valor verdadero del paso del tiempo pero la realidad natural parece que nunca es tan simple.
Cuando se había llegado a consensuar que el tiempo podía entenderse como la separación existente entre acontecimientos que eran sometidos a cambio aparece la mecánica relativista y todo se complica.
La visión de Einstein del universo combinó de tal manera el espacio y el tiempo que ninguno de los conceptos podía contemplarse sin el otro. Demostró que las mediciones que se llevaran a cabo en la relatividad especial tanto del tiempo como del espacio dependían del movimiento relativo que experimentaran quienes realizaban la medición (los observadores). En ausencia de aceleraciones, era imposible saber si nos estábamos moviendo o nos encontrábamos en reposo. Necesitábamos un contexto, un marco de referencia, un sistema de posición espacial... y temporal.
La tetradimensionalidad del universo fue la piedra angular de la teoría del espaciotiempo de Hermann Minkowski, un matemático alemán que contó a Einstein entre sus pupilos, donde se desarrollaba la idea de que en ese marco matemático dos instantes diferidos estaban separados lo mismo para cualquiera que lo observara con independencia de su movimiento relativo a una velocidad constante. No se trataba de estudiar la localización de objetos en el espacio sino de sucesos que están localizados en una red espaciotemporal atendiendo, pues, al cuánto (tiempo) y al dónde (posicionamiento tridimensional).
Se voltea así el planteamiento newtoniano de que la longitud y el tiempo eran magnitudes invariantes y la velocidad de la luz en el vacío algo relativo para consolidar la idea contraria de que esta es una constante universal y las otras, magnitudes relativas y dependientes de ella.
La formulación de G. Francis FitzGerald y H. Antoon Lorentzl acerca de la distancia y el tiempo, indefectiblemente ligados, permitieron arruinar la esperanza cinematográfica de alcanzar la velocidad de la luz (o incluso superarla). El primero postuló (confirmándose más tarde experimentalmente) que toda materia se contrae en la dirección del movimiento proporcionalmente a su velocidad. Como muestra, un cuerpo que se moviera a la mitad de la velocidad de la luz experimentaría una contracción del 15% que aumentaría conforme aumentara de velocidad hasta que, al alcanzar la velocidad de la luz, su longitud fuese cero. Dado que no pueden existir dimensiones negativas, esta velocidad, habría de ser un límite inalcanzable para la materia. Por otro lado, posteriormente y (según justificó abiertamente) sin conocimiento de los estudios de FitzGerald (aunque salieron publicados en la prestigiosa revista Science) Lorentz, que se hallaba trabajando con rayos catódicos en aquellos tiempos, se planteó qué ocurriría si se comprimiese la carga de una partícula para reducir su volumen. El resultado es que aumentaría su masa. De esta forma, una partícula en movimiento se contraería en volumen el reducir su dimensión en la dirección de avance y ganaría masa a la par. Calculó que la masa de un electrón se duplicaría al alcanzar el 87.5% de la velocidad de la luz y, al 100%, su masa sería infinita. He aquí otra vía de reconocer la imposibilidad de alcanzar la velocidad de la luz con objetos materiales (incluso con partículas con masa). Ambas teorías mantuvieron una relación tan íntima que se conocen como las ecuaciones de Lorentz-FitzGerald.
Por si todo esto no hiciera parecer caprichosa a la naturaleza que rige el tiempo resulta que en nuestro orden de magnitud, en el que contamos por miles los vehículos que se desplazan cada día en una ciudad, por miles de millones los habitantes de la Tierra, por billones el número de cuerpos celestes que nos rodean, el tiempo no se comporta igual que en las pequeñas escalas.
En 1927 Robert Lévi acuñó el término cronón para referirse al período más pequeño que puede existir y su cálculo se obtiene del tiempo que invierte un fotón viajando a la velocidad de la luz en el vacío en recorrer el espacio más reducido posible, la longitud de Planck.
Así, el suceso de tiempo más pequeño que podría emplearse para medir un acontecimiento compatible con nuestra realidad duraría 0,000000000000000000000000000000000000000000539124 segundos. En lo que tarda en producirse 1 cronón, un fotón, en el vacío recorre recorrería una distancia de 0,0000000000000000000000000000000001616252 metros.
Si nos paramos a pensar en esto significa que el tiempo, como postulaba Planck, también está cuantizado y eso significa que su continuo se expresa como una iteración de cronones que dan lugar a unidades mayores de tiempo. Ahora bien, ¿qué ocurre entre 1 cronón y el siguiente? ¿Qué hay ahí? Asumir que no hay nada obliga a pensar que el tiempo es una magnitud discontinua y esto implicaría que la realidad no sería tal cosa entre dos cronones consecutivos. Sería como si la vida que conocemos solo existiera en un montaje de fotogramas que discurren a gran velocidad y entre cada dos escenas próximas dicha realidad se esfuma, como si la vida, también, fuese algo discontinuo y lo que percibiésemos como real fuera un estado de superposición cuántica.
Para abordar todo esto el físico británico John Archivald Wheeler propuso en 1955 la teoría de la espuma cuántica donde el universo se estructuraba a partir de una serie de turbulencias cuánticas espaciotemporales que permiten la creación de partículas espontáneamente a cuenta de una energía que debe devolverse al sistema para garantizar su estabilidad. Estas partículas virtuales que plagan la nanoescala ponen en juego enormes cantidades de energía que acorde a la teoría de la relatividad general de Einstein obligaría a curvar poderosamente el espaciotiempo y ello favorecería ese estado espumoso que conseguiría apaciguar a nuestro sentido común (que nunca entendería la vida como una sucesión de estados reales superpuestos). En cualquier caso se trata de una teoría que no dejará nunca de serlo pues pasar a la comprobación empírica supondría contar con energía y tecnología fuera de nuestro alcance.
Quizá, los teóricos que ahora se encuentran investigando la gravedad cuántica en busca de la última pieza que permita cerrar la teoría del campo unificado, puedan arrojar más luz sobre este apasionante tema que llevamos valorando desde hace miles de años. Será cuestión, de dejarles tiempo.
Autor: Javier Luque.
Referencias:
- El laberinto cuántico. Paul Halpern, Ed. Crítica. Ed. Planeta. 2009
- El concepto del tiempo. Madrid: Mínima Trotta, 2001
- Física, Aristóteles, Ed. Gredos
- Ray, Christopher. 2014. Time, Space and Philosophy. Routledge.
- Las culturas y el tiempo. Salamanca. Ricoeur, Paul
- El mundo físico de los griegos, Samuel Sambursky, Ed. Alianza.
Imagen de cabecera: Pixabay. Anncapictures
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