Todo estudiante ha padecido la terrible experiencia de
quedarse en blanco ante el examen. En ingeniería (y en otras disciplinas de
carácter técnico y científico) ocurre con frecuencia, incluso, tras abandonar la
fase académica.
Cuando uno se pone a estudiar en calidad de estudiante los
problemas a resolver tienen un formato determinado, encorsetado, de tal forma
que todos suelen compartir una misma estructura, a saber: se comienza con un
texto bien elaborado donde se aporta una información de contexto empleando algo
de literatura técnica para, a continuación, inundar el problema con una serie de
datos que relacionan variables cuyo cálculo conducirá a la solución pretendida.
Parte de los datos pueden venir reflejados en tablas, gráficos o ábacos donde
el estudiante tendrá que demostrar su pericia a la hora extraer la información.
Una variante que resulta aterradora (y puedo hablar por propia experiencia) es la
duda sobre la existencia de posibles datos que hayan sido dispuestos sin
ninguna función, con el único propósito de detectar la capacidad de descartar
aquello que no sea de utilidad. Por último, tendremos una batería de preguntas
acompañadas de algunas constantes que la mayor parte de las veces sólo sirve de
atrezo al alumno quien, muy probablemente, ya conozca sus valores por haberlos
trabajado en decenas de problemas en las muchas horas de estudio previo.
Es ahora cuando comienza la peor parte, trazar el esqueleto
de la resolución, la hoja de ruta que habrá de seguirse para lograr responder a
las preguntas. Difícilmente habrá más de un camino solvente para realizar el
cálculo dado que los datos han sido escrupulosamente seleccionados para seguir
un orden concreto y ante la duda, el camino más sencillo para quienes no
encuentran el sendero, suele ser hacer acopio de todas las fórmulas conocidas
relacionadas con los datos del problema para ir haciendo descartes. En
ocasiones, la alternativa es aún peor. Se trata de los temidos problemas de
«idea feliz» donde una ocurrencia para empezar la resolución de forma creativa,
la adopción de un cambio de variable afortunado o discretizar adecuadamente el
problema para dividirlo en bloques más abordables, puede ser la única baza que
permita aprobar el examen. Quizá tantas horas de estudio hayan servido para que
algún problema similar haya pasado por nuestras manos y nos venga a la memoria
el camino que siguió el autor para resolverlo. ¿Es la mejor forma? Posiblemente
no pero no hay muchas más alternativas si queremos mantener unos currículos tan
extensos en tantas materias y con dotaciones que apuestan más por las
simulaciones que por las prácticas.
En el mundo laboral los problemas son muy diferentes, son
reales, no hay un enunciado, no hay unos datos que condicionen la forma de
resolución. Ahora es el técnico el dueño de su destino y quien debe escoger el
camino a seguir, quien debe buscar las variables que sean necesarias, quien ha
de lograr que el problema se resuelva dentro de los condicionantes impuestos
(coste, plazo de entrega, recursos, tecnología disponible, personal…) para
seguir avanzando.
El diseño de una solución a un problema, en ingeniería, es el
leitmotiv de la profesión. En este
proceso el ingeniero aplica diversos procesos y principios físicos apoyados en
la matemática que permiten definir
dispositivos, sistemas estructurales o electrotécnicos, conjuntos mecánicos o
procesos industriales completos que resultarán técnicamente viables pudiendo
participar de soluciones integradas o no implicando diversas tecnologías
disponibles.
Hay tantos problemas como actividades humanas aunque muchas
veces no nos demos cuenta. En nuestra vida cotidiana estamos rodeados de
procesos tecnológicos embebidos en objetivos de uso habitual, no importa dónde miremos: un reloj, la televisión, un vaso, una puerta blindada, una
zapatillas deportivas, la estructura de un sofá, un electrodoméstico, cualquier
dispositivo de un vehículo, el terminal donde estás leyendo este artículo, el
proceso industrial de fabricar la pintura de la pared o las baldosas que
pisamos o el asfalto de la carretera o el detergente para la ropa o el
combustible del automóvil o la leche del desayuno o los envases de nuestras
galletas favoritas, tanto da. Todo, absolutamente todo, tiene detrás muchas
horas de ingeniería y desarrollo.
Los estudiantes de ingeniería son adiestrados para
descomponer un problema en sus partes constituyentes pero hay que hacerlo bien,
teniendo en cuenta principios mecánicos, eléctricos, electrónicos, térmicos,
hidráulicos, geométricos… Y es por esto que la formación académica es tan
intensa y, sí, por qué no decirlo, dura. No se convierte algo en difícil de
forma artificial. Aquí nos enfrentamos a disciplinas con decenas a siglos de
años de evolución que hay que atesorar y cada generación se apoya en lo
desarrollado en la anterior. Posteriormente cada cual acabará especializándose
en un área afín a su trabajo principal pero la figura del ingeniero suele
llevar asociada la componente de la versatilidad porque los problemas a
resolver no se circunscriben a un único campo.
Lo más difícil a la hora de formar
al estudiante es dotarle de la capacidad de análisis, permitiéndole integrar
distintos enfoques en la solución final, adelantándose a futuros problemas.
Cuando un estudiante se adentra en las procelosas aguas del
trabajo de calle y se le encomiendan sus primeros encargos la reacción natural
es tratar de localizar por algún medio un problema estructurado que guíe los
pasos a seguir. Aquel enunciado con datos que tantos quebraderos de cabeza nos
dio en la universidad ahora podría salvarnos el pellejo. Sin embargo, en la
mayor parte de las ocasiones, el ingeniero se enfrenta a tener que estructurar
un problema no estructurado previamente que, muy posiblemente, vendrá con
indefiniciones, incompleto, vagamente acotado en sus requisitos.
No se trata
ahora de resolver el problema para nota, se trata de encontrar la solución
adecuada y con esto me refiero a que podemos encontrar una
solución elegante y estilosa que se salga del presupuesto, una solución
económica que lleve demasiado tiempo acometerla, una solución que pueda ser
ejecutada dentro del tiempo previsto pero con tecnologías y personal fuera de
nuestro alcance. En definitiva pueden encontrarse distintas soluciones que para
nuestro cliente no sean tal cosa.
¿Por dónde empezar entonces? Por sentarnos a pensar. Este
proceso puede ser trivial o eternizarse hasta el punto de sacar de quicio al
diseñador entrando entonces en lo que se conoce como el síndrome del folio en
blanco, una situación recurrente que atrapa la creatividad y ningunea la
capacidad de quien lo padece.
Casi todos los procesos que pretenden estructurar problemas
no estructurados suelen incorporar una palabra clave: iteración. Con ella se
recurre a pasar una y otra vez por el mismo recorrido creativo cambiando
pequeños aspectos cada vez hasta lograr alcanzar el objetivo marcado.
Todo comienza con la identificación de la necesidad, donde
el cliente (o nuestro jefe o nuestro responsable de proyecto) nos define qué
quiere que hagamos de la forma más concreta posible. Cuanto más vaga sea la
definición más problemas encontraremos posteriormente para ajustarnos a un
estándar, sobre todo, si la falta de definición no se apareja a una gran
flexibilidad en la aceptación de las propuestas consideradas como admisibles.
Definido el problema se hace imprescindible un proceso de
investigación al que lamentablemente no se suele dar la importancia que tiene
pues emplear una solución existente haciendo uso del canal de negociar las
patentes suele ser mucho más económico que trabajar en el diseño y creación de
soluciones propias. En ausencia de
soluciones comerciales a nuestro alcance, puede ser conveniente realizar un benchmarking, es decir, adquirir
productos existentes que proporcionen soluciones parciales a nuestro problema
para conocer cómo lo hacen a través de desarmar sus entrañas tecnológicas. Aquí
habrá que tomar a la ética por la cintura y bailar con ella un baile agarrado
pues son bien conocidos los casos de las «fieles reproducciones» que muchas
firmas presentan como propias a precios ridículos (y con calidades, también, ridículas).
Todos hemos sufrido la tentación de acortar los plazos e imponer
nuestro criterio creativo, nuestra solución prístina a la fase de investigación
previa y creo que hablo en nombre de la mayoría de los que nos hemos visto inmersos en situaciones semejantes (y hemos conseguido salir de una pieza) cuando digo que debe evitarse
esta ligereza. El ingeniero avezado entenderá la necesidad de no tratar de
resolver el problema hasta estar suficientemente preparado para hacerlo. Las
consecuencias de desoír este consejo pueden resultar fatales.
Llega ahora el momento de replantear los objetivos,
redefiniendo el enunciado original de forma más coherente tras indexar
convenientemente los resultados encontrados en nuestra investigación,
expresando ahora las distintas especificaciones desde un punto de vista mucho
más funcional. Una vez comprendidos en profundidad los aspectos funcionales que
habrá de tener nuestro proyecto podremos abordar la formulación de las
especificaciones de diseño diferenciándolas de las de trabajo entendiendo estas
como todo aquello que el sistema tendrá que hacer y las primeras como la forma
en que nuestro sistema tendrá que hacerlo. Las preguntas que habremos de
hacernos son distintas en cada caso pero ambos grupos deberán complementarse.
Si en el grupo de especificaciones de trabajo encontramos condicionantes como la
limitación del momento en un arranque de pilar, en el de especificaciones de
diseño podremos plantear entre las soluciones la creación de una rótula y,
dentro de esta, podrá obtenerse un catálogo de soluciones que den respuesta al
requisito sirviéndose del siguiente paso, la fase creativa.
Esta fase depende en gran medida de las cualidades de la
persona y su formación. La creatividad es algo que desgraciadamente suele
limitarse durante la fase académica salvo en honrosas excepciones y, me temo,
las escuelas de ingeniería no son una de ellas, de hecho, los ingenieros
solemos tener fama de cuadriculados y eso no es malo (o no del todo) porque
permite sistematizar procesos y crear estándares de trabajo pero es cierto que
por regla general nos sentimos más cómodos con una hoja de cálculo que con un
carboncillo y un block de dibujo en las manos. La escuela encorseta la
creatividad, impone un marco estandarizador que nos convierte en seres sociales
pero a costa de perder nuestra individualidad y, con ello, la creatividad
innata. En esta fase, las buenas escuelas de arquitectura creo que nos
aventajan pero no se puede ser bueno en todo.
Las colaboraciones, cada vez más
habituales, entre ingeniería y arquitectura permiten unificar en un producto
final la creatividad justificada del arquitecto con la solvencia técnica del
ingeniero y creo que eso es bueno y esto no implica desmerecer la capacidad
técnica de la arquitectura ni prescindir de la elegancia y estética en el
diseño ingenieril, es, simple y llanamente, aprovechar las mejores cualidades
de cada profesional cualificado. Sea como fuere ha llegado ahora el momento de
concebir la forma en que avanzaremos, el camino que nos conducirá a la solución
deseada y una de las técnicas más extendidas es el brain storming o lluvia de ideas que resulta útil en grupos de
trabajo donde durante un tiempo cada cual anota posibles soluciones por
absurdas que puedan parecer sin temor al ridículo y sin prestar oportunidad a
la chanza. Más adelante se cribarán estos resultados estudiando pros y contras
de cada propuesta y escogiendo un pequeño grupo de soluciones candidatas sobre
las que se emplearán otras técnicas de análisis. En ocasiones, cuando los
trabajos se abordan en solitario puede resultar útil complementar esta fase con
un proceso de analogía para con otros contextos tecnológicos o físicos. Un
ejemplo claro de esto es la analogía que se establece entre los circuitos
eléctricos e hidráulicos que todos hemos estudiado desde el bachillerato o los
principios conservativos que se establecen en nudos eléctricos y mecánicos para
con las intensidades de rama y las fuerzas axiales respectivamente pero el
desarrollo de nuevos y potentes algoritmos ha permitido establecer otras más
caprichosas con redes neuronales, crecimiento fractal, técnicas estadísticas, gradientes
de campo, etc. Esto es algo que los ingenieros de mi generación no tuvimos
ocasión de estudiar (y lo digo con pesar) y que sí les corresponderá a las
siguientes generaciones pero, en nuestra defensa, diré que nosotros tuvimos que
usar tablas de logaritmos y extraer parámetros hidráulicos, estructurales y
mecánicos por medio de tediosos métodos iterativos que ahora abordan los
algoritmos en décimas de segundo.
Con nuestras propuestas finales se pueden recurrir, como
decía, a distintas técnicas para escoger la solución idónea como la Matriz de
Alternativas Estratégicas, el conocido como Earned Value Management, el Método
Analítico Jerárquico o las archiconocidas matrices DAFO (Debilidades, Amenazas,
Fortalezas y Oportunidades), PEEA (Posición Estratégica y Evaluación de la
Acción) o MPEC (Matriz Cuantitativa de Planificación Estratégica).
A partir de este punto estamos en disposición de abordar la
fase de prototipado y evaluación donde acometeremos el diseño definitivo
elevándolo al plano físico para comprobar su idoneidad bien sea con la creación
de un modelo, con la simulación computerizada del prototipo o con ambos
procedimientos simultáneamente.
A diferencia de los problemas estructurados de los exámenes
los problemas reales suelen tener numerosas soluciones potenciales y varios
equipos podrán ofrecer diferentes alternativas de ahí que los grandes proyectos
se decidan por concurso y competencia.
Para los recién iniciados, decir que la experiencia es dura
pero se supera y si habéis obtenido un título en ingeniería estáis
acostumbrados a escalar paredes verticales sin arnés (metáfora). De todo se
aprende y en esta profesión se puede aplicar mejor en muchas otras que “lo que no te mata (laboralmente hablando)
te hace más fuerte”.
Autor: Prof. Javier Luque
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