"Cuando me vea con Dios le preguntaré dos cosas:
el porqué de la relatividad y de la existencia de la turbulencia. Seguro que me
sabrá contestar a la primera.” [W. Heisenberg]
Esta frase atribuida a Heisenberg encierra un problema de muy
difícil solución que legiones de físicos, matemáticos e ingenieros llevan
siglos tratando de resolver.
Incluso se han abierto concursos (bien remunerados)
para seducir a las mentes más brillantes instándoles a arremangarse y trabajar
en la resolución de lo que se ha dado en conocer como el problema del milenio.
La naturaleza funciona de forma caótica y la mayoría
de los fenómenos que podemos experimentar donde intervienen fluidos participan
de este caos.
Un fluido no es más que un medio continuo de moléculas
de una sustancia entre las cuales existe una débil atracción que no gozan de
las propiedades elásticas que tenderían a restituir su forma original una vez
alterada. Líquidos y gases se engloban en esta definición de fluido aunque
presentan particularidades diferenciadoras como que las moléculas de baja
cohesión de los primeros se deslizan unas sobre otras mientras que en los
segundos se mueven libremente ocupando el mayor espacio posible. Esta falta de
restricciones al movimiento hace que, salvo condiciones que no se encuentran de
forma espontánea en el medio natural, carezcan de un punto de mínima
energía en torno al cual se puedan mover sus moléculas alcanzando un estado de
equilibrio. Pensemos, por ejemplo, en la forma en que el humo de un cigarrillo
se propaga desarrollando una serie de vórtices que se mueven a lo largo de lo
que se conoce como línea de vórtice. Conocer la solución de la ecuación que
rige su movimiento turbulento permitiría conocer la concentración de sus contaminantes
en cualquier punto en cualquier instante, predecir centroides de condensación,
calcular velocidades de propagación...
Una de las propiedades más interesantes desde un punto
de vista de su comportamiento es la viscosidad
que surge de los choques que se producen entre las moléculas de la sustancia
fluida cuando deambulan a distinta velocidad provocando una resistencia a su
propio movimiento. Cuantificando la relación que existe entre un esfuerzo
rasante aplicado al fluido y el gradiente de velocidad que forma obtenemos la viscosidad dinámica y si a ésta la
dividimos entre su propia densidad obtendremos otra forma de entender la
viscosidad, la viscosidad cinemática.
Para comprender mejor esto, crucial para entender lo que sigue, podemos
imaginar un recipiente de grandes dimensiones de paredes transparentes a modo
de pecera gigante en cuyo interior vertemos una generosa cantidad de miel sobre
cuya superficie libre dispondremos una plancha de madera mientras nosotros nos
ubicamos en la posición de observador desde una de las paredes laterales. Al
desplazar la madera observaríamos cómo la primera capa de miel (con el espesor
de una molécula) entra en contacto íntimo con la madera y la sigue a su
velocidad. En la capa inferior (un diámetro molecular más profunda) la segunda
fila, aunque sigue siendo arrastrada por la capa anterior, se retrasa con
respecto a aquella por efecto de una resistencia tangencial que le ofrece las
capas inferiores. Otro tanto ocurre en todas las capas conforme vayamos
descendiendo. Se crea así un perfil de velocidades, un gradiente, cuya forma
vendrá determinada por el tipo de fluido que se estudie y puede concluir con
que toda la masa se encuentre en movimiento o sólo una parte de la misma.
Tan importante resulta la viscosidad que sirve para
clasificar los fluidos en dos grandes grupos, newtonianos y no newtonianos.
En los primeros, la viscosidad se mantiene constante en todo momento ofreciendo
un perfil de velocidad lineal como ocurre con el aire, el agua o la gasolina.
En los segundos, la viscosidad cambia de valor con la temperatura y con la
tensión cortante a la que se somete. Es lo que ocurre con emulsiones, pastas
fluidas, sangre, saliva, magma y algunos productos lácteos por poner ejemplos
conocidos.
Aparte de los mencionados, existe un tercer grupo para
aplicaciones muy específicas que se escapa del interés de este artículo
llamados los superfluidos
descubiertos por Piotr Kapitsa en 1937 que consiste en obtener un
estado del fluido donde su viscosidad sea totalmente nula lo que resulta un
aspecto fundamental para la hidrodinámica
cuántica al permitir un flujo circulatorio constante en ausencia de
fricción.
El motivo de que resulten tan interesantes las
turbulencias es que muchos de los fenómenos naturales que nos rodean
(intercambios de calor entre corrientes de viento y marinas, circulación de
ríos, flujo de los cuerpos globulares magmáticos, el propio intercambio gaseoso
que se produce en los pulmones oxigenando la sangre…) dependen de ellas y
muchos de los ingenios industriales que hemos sido capaces de diseñar
(circulación de agua en conducciones, intercambiadores de calor, sistemas de
impulsión a reacción, maquinaria hidráulica…) o las necesitan para realizar su
cometido o son incapaces de funcionar correctamente si aparecen.
Corría el año 1883 cuando el ingeniero y físico irlandés
Osborne Reynolds se percató de que la circulación de un fluido podía alterarse
de laminar a turbulento con tan sólo variar, al menos, las dimensiones de su
conducto, su velocidad o la anteriormente citada viscosidad cinemática. Con
esto, desarrolló un coeficiente que ha pasado a ser de obligado estudio para
físicos e ingenieros llamado en su honor, coeficiente de Reynolds. Este
adimensional que se expresa como
Fórmula de Reynolds |
y sirve para
evaluar el grado de turbulencia de un fluido en unas condiciones de circulación
dadas. A partir de un valor de esta constante se produce una transición en el
fluido de un régimen laminar que se rige por la ecuación analítica de
Poiseuille a uno turbulento donde reina el desorden y el movimiento caótico de
las moléculas favoreciendo la creación de vórtices cuya propagación se
incorporan a las ecuaciones de circulación variando el campo de velocidades.
Cuando se supera un umbral denominado valor crítico de
Reynolds se está en condiciones de afirmar que, salvo que nos encontremos en un
escenario muy controlado donde podamos intervenir en otros factores, estaremos
inmersos en un flujo turbulento (nótese que lo que puede estar afectado de la
turbulencia no es el fluido en sí sino su flujo). Uno de esos factores que
pueden hacer variar el umbral de turbulencia es la difusividad que, aun
siendo un término empleado en escalas moleculares participan del mismo modus
operandi que los efectos macroscópicos a los que nos referimos afectando a
la cantidad de movimiento y la energía de la masa de fluido de forma que
amplifican las inestabilidades que provocará el fenómeno turbulento.
Cilindro atravesando una corriente en diferentes regímenes |
Cuando se
establece un régimen de flujo turbulento, este tiende a mantenerse en dicho
estado pero requiere de un aporte permanente de energía que es extraída de la
propia energía cinética del movimiento turbulento. Es lo que se conoce como energía
disipativa. Los flujos que intervienen en las turbulencias son
tridimensionales (aunque, dependiendo de la escala empleada, la tercera
dimensión pueda resultar prescindible en el cálculo). Todo esto aporta no pocas
incógnitas a cada escenario de turbulencia. Las ecuaciones del movimiento no
son lineales y cada una depende de sus condiciones de contorno al más puro
estilo de aquellos problemas de valores iniciales que resolvíamos en la
carrera. El ingeniero y físico francés Claude-Louis Marie Henri Navier diseñó
un grupo de ecuaciones aplicables a los fluidos newtonianos que describirían su
movimiento. Tan complejo resulta el problema que no se conoce una
solución general a este paquete de ecuaciones y no parece que sea posible
alcanzarla en próximas fechas. Aunque figuras de talento como Leray en
1933, Hopf en 1951 o Ladyzhenskaya en 1954, ya intentaron sin
éxito dar con la solución a este épico problema el kazajo matemático Mukhtarbay
Otelbaev reclama ahora el millón de dólares que el Instituto Clay de
Matemáticas ofreció en el año 2000 por la solución a este
problema. No obstante, recomiendo leer este artículo de
Francisco R. Villatoro donde entra materia analizando las debilidades de la
teoría (es de destacar la dificultad que ofrece el documento de Otelbaev para
que otros colegas puedan entender su trabajo pues está desarrollado
mayoritariamente en ruso y el lenguaje matemático es universal… hasta cierto
punto).
Para apreciar cómo de complejo puede ser el problema
podríamos crear un ejemplo mental donde se deseara estudiar el gradiente de
velocidad en un perfil, para un régimen laminar con un número de Reynolds
inferior a 2100 donde bastaría con tomar un par de decenas de puntos. Si
analizamos el mismo perfil, analizado en régimen turbulento para un número de
Reynolds de, pongamos por caso, 4 órdenes de magnitud (caso habitual), se
aprecia una diferencia entre ambas escalas de medida de 3 órdenes de magnitud
lo que obligaría, para dar cumplimiento a las leyes de semejanza, a tomar diez
mil veces más medidas que en el caso laminar y esto, únicamente, para conseguir
un resultado unidimensional. Hay aplicaciones mucho más exigentes como las
aeroespaciales donde se superan los 8 órdenes de magnitud. Ya resulta difícil
imaginar la nube de datos que se forma para un perfil tridimensional de malla
fina pero es que, a cada uno de estos puntos, habría de aplicársele el paquete
de ecuaciones de Navier-Stokes (que es como se llaman al incorporar la teoría
sobre la fricción de fluidos en movimiento de este último). Una hercúlea tarea
que queda fuera de nuestras posibilidades aunque la computación cuántica abre
una puerta a la resolución de ciertos modelos aplicando las herramientas que
ofrece la mecánica de fluidos computacional o CFD (Computational Fluids
Dynamics).
En la actualidad, se emplean métodos estadísticos para
rebajar la presión de cálculo que impone tan alto orden de escala.
Comencé el artículo comentando la importancia de las
turbulencias en fenómenos de carácter natural e industrial. Unas veces la
turbulencia resulta indeseable y es preciso eliminarla o reducirla y otras
veces resulta imprescindible. En el caso de la navegación aérea se busca un
cierto equilibrio flexible. Al diseñar una aeronave su perfil ha de ser
estudiado cuidadosamente para evitar que las turbulencias provoquen efectos que
alteren la navegación y el control del aparato. Para que un avión pueda
sustentarse en el aire necesita que exista una masa de aire que adquiera un
movimiento descendente (downwash) en
relación al resto de la masa de aire. Este aire se «retuerce» sobre la cara
superior del ala, el extradós, debido al gradiente de velocidad que se produce.
Líneas de presión alrededor de un ala. |
La variación de velocidad es más notoria en los extremos, más brusca, debido a
la reducción de la sección recta provocando que esos remolinos abandonen el ala
en sentido descendente siguiendo la línea de vórtice creando lo que se conoce
como estela turbulenta. Estos vórtices se propagan lateral y verticalmente a
ambos lados bajo el avión y su fuerza depende del peso, velocidad y perfil
aerodinámico del ala. Modificar la geometría del ala adecuadamente permite
controlar el efecto turbulento y evita que el ala entre en régimen laminar puro
lo que podría provocar que dejara de crear sustentación aerodinámica y entrara
en pérdidas haciendo ingobernable la nave por una brusca separación de la capa
límite. Esta capa límite depende de la forma de interactuar el objeto (nuestra
ala) con una masa de fluido en circulación y pone en juego un delicado
equilibrio entre presiones y velocidades que al estar afectado por la
viscosidad y la fricción escapan del poner analítico de la ecuación de
Bernouilli. Este balance de presiones entre los puntos finales de la estela
turbulenta y el punto de desprendimiento de esta capa límite provoca un
gradiente de presión adverso que genera un flujo de retroceso hacia el sólido
(el ala, en el caso que nos ocupa). Los ciclistas de carretera conocen bien este
fenómeno porque lo emplean para adelantar, se trata del conocido efecto de «rebufo».
Desprendimiento de la capa límite |
Otro tanto se puede encontrar en la hidrodinámica de
los cascos de embarcaciones que se diseñan para avanzar eficazmente entre el
envite de las mareas huyendo de las corrientes turbillonarias que generan sus
hélices impulsoras.
Los automóviles incorporan cada vez perfiles más
aerodinámicos con un coeficiente de penetración en el aire más reducido y un
recorrido de la masa de aire que envuelve al vehículo que permite una mayor
adherencia sobre el firme a la par que retrasa el punto de desprendimiento de
la capa límite para minimizar el efecto de flujo de retroceso lo que optimiza
el balance de consumo/potencia útil. El caso extremo de esta ingeniería del
diseño se puede apreciar en los coches de competición donde se estudia hasta la
más ínfima filigrana en el diseño para optimizar el régimen de circulación del
bólido.
Las turbulencias favorecen procesos necesarios para la
vida como el movimiento de las masas de aire que permiten los cambios de
estación, la génesis de tormentas, el intercambio térmico entre agua y
atmósfera o entre atmósfera y tierra. En nuestro cuerpo, la circulación de la
sangre por conductos de escasa sección con formas sinuosas provoca que se
formen vórtices que cambian un deseable flujo laminar en uno turbulento que
permite una más sencilla diagnosis médica en casos de problemas coronarios. En
el interior de un motor de combustión interesa que exista una alta turbulencia
para asegurar una correcta mezcla entre el aire insuflado y el combustible, no
digamos ya de cuando se trata de motores a reacción. La industria farmacéutica
y alimentaria tardaría ingentes cantidades de tiempo en mezclar compuestos con
un alto grado de homogeneidad si el régimen turbulento no existiera en la masa
líquida por lo que se busca la forma de provocarlo. Incluso, en el deporte, la
turbulencia es necesaria. Tenis, golf, cricket, béisbol…, todos ellos requieren
del comportamiento de la capa límite sobre la bola y es por ello que algunos
deportes necesitan adaptar su superficie haciéndola más rugosa o irregular
facilitando el control y propiciando que al combinarla con otro fenómeno físico
conocido como efecto Magnus (cuando se provoca una desviación lateral al girar
la bola alrededor de un eje perpendicular a la trayectoria de vuelo) se obtenga
un fabuloso swing que alegre la tarde
del espectador.
Visualización del efecto Magnus |
Hablar de las turbulencias en arquitectura da para un
artículo en sí mismo dado que el estudio de la silueta correcta de los
rascacielos más osados en zonas expuestas puede ser definitivo de cara a
soportar estados de vibración y empujes que pueden acabar con el fallo de la
estructura.
Las turbulencias que tantas veces hemos oído nombrar
cuando surgen noticias de catástrofes aéreas o tornados que arrasan poblaciones
enteras son mucho más que intensas corrientes de aire, son necesarias para la
vida como la conocemos. La física, la biología, la ingeniería o la arquitectura
participan de este régimen y conocerlas mejor nos ayuda a avanzar tecnológicamente.
Las herramientas matemáticas con las que contamos hacen posible, cada vez,
mejores estimaciones de sus efectos y la capacidad predictiva que se lograría
de resolver las mencionadas ecuaciones de Navier-Stokes podría suponer poder
predecir catástrofes naturales como tornados o tsunamis, conocer con una
exactitud sin precedentes la climatología o cuantificar los efectos de la
transferencia de calor entre masas de aire y el agua o la tierra (vital para
evaluar el cambio climático). Un reto para la ciencia y la tecnología que quizá
podamos vislumbrar en las próximas décadas reduciendo el «efecto mariposa» a solo
un puñado de ecuaciones.
Autor: Prof. Javier Luque.
https://www.math.ntnu.no/conservation/2009/006.pdf
http://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0022247X99964910
http://www.claymath.org/sites/default/files/navierstokes.pdf
Imágenes:
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Dan-yell [CC BY-SA 3.0 (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)]
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