Esta es la pregunta que lleva removiendo en los últimos años las poltronas de los responsables políticos del sistema educativo en España y en otros muchos países.
Los argumentos que se esgrimen a favor y en contra de su uso en los centros docentes suelen llevar una carga emocional añadida que puede verse influida por desafortunados enfoques periodísticos que, ya sea por buscar un titular capcioso, ya sea por desconocimiento, ensalzan las maldades de este recurso tecnológico que, no nos engañemos, ha venido para quedarse.
Casi un 70% de los jóvenes en edades comprendidas entre los 10 y los 15 años tienen teléfono móvil y del resto, un gran porcentaje, hace uso del que poseen sus familiares cercanos. El número de hogares con acceso a Internet no deja de crecer al igual que ocurre con el número de horas que los más jóvenes pasan conectados —según recoge la «Encuesta sobre equipamiento y uso de tecnologías de información y comunicación en los hogares» elaborada por el Instituto Nacional de Estadística (INE). Esta cifra ha podido cuadruplicarse en los últimos cinco años y atendiendo a cifras recogidas por distintas asociaciones y empresas como en la V Edición del «Estudio sobre adicción al móvil» que ha desarrollado una de las principales plataformas de productos comparados del mercado, la media de uso diario del teléfono en los jóvenes es de casi dos horas y media. ¿Resulta esto un problema? Para mí, por supuesto que sí pero también es cierto que, históricamente, el ser humano jamás ha creado algo que haya supuesto un avance para luego renunciar a su uso. Nunca. Ya se trate de una máquina, un artilugio o un arma devastadora. Somos así y cuanto antes nos demos cuenta, mejor. De esto se desprende que lo realmente importante no es eliminar de la ecuación el dispositivo porque no será posible. Lo que sí está a nuestro alcance como docentes, sin embargo, es concienciar a los menores de las actividades que no deben realizarse, adiestrar en la adopción de medidas de seguridad que garanticen su privacidad y su intimidad y enseñar a las familias que existen recursos para controlar el tiempo de uso del teléfono, para incorporar filtros parentales (estos sí, con la que está cayendo) para acceder a zonas seguras de navegación, etc.
Prohibir el manejo (y la tenencia) de estos dispositivos en el aula cuando el uso que hagan del mismo en sus casas y en su tiempo de ocio estará exento de reglas y supervisión será una oportunidad perdida.
El smartphone es un recurso tecnológico que puede llegar a convertirse en una herramienta pedagógica de primer nivel pero ello obliga a que docentes y familias se involucren en su correcto uso y esto puede suponer un hándicap.
Pretender erradicar de las aulas algo que muchos consideran una prolongación de su propio cuerpo mientras la Administración apuesta decididamente por eliminar el gasto en materiales y equipos físicos, inundando las clases con pizarras digitales y carros de portátiles es sencillamente un despropósito.
Todos nos escandalizamos cuando sale a la luz un caso de menores que han difundido imágenes de agresiones, cuando han cedido a la presión de desaprensivos que les han solicitado imágenes íntimas y ellos, aterrorizados por algo que les sobrepasa, acceden y se ven envueltos en una espiral por la que nunca debieron iniciarse, cuando han usado las redes sociales para humillar a otro jóvenes poniéndoles entre la espada y la pared. Nos escandalizamos y surge un instinto primario que nos pide acabar de una vez con todo rastro de tecnología en los centros educativos pero se nos olvidan dos cosas fundamentales:
1.- No ha sido la tecnología la que ha creado la situación que tanto nos escandaliza. Es la actitud humana. En el primer supuesto el dispositivo sirve para grabar la agresión y difundirla en redes sociales. En el segundo caso ha servido de canal de comunicación entre dos extremos que nunca deberían haber coincidido: un menor y un depravado. En el último caso, menores que disfrutan acosando a otros dentro del centro educativo encuentran en las redes sociales un medio de extender su maldad y condenar a sus víctimas a padecer un escarnio público constante. Pero hay un factor común en todas estas actuaciones: un acto humano que hubiera encontrado la forma de abrirse paso de no existir esta tecnología. Ha ocurrido antes y está ocurriendo ahora.
2.- Difundir imágenes de una agresión, violentar la intimidad de un menor (y de cualquiera pero, en este caso, con mayor motivo dada la indefensión y la falta de recursos con que cuenta por su corta edad) y acosar en cualquiera de sus formas… es un delito. Y, por increíble que parezca, lo que se desprende de las charlas informativas que ofrecen los distintos cuerpos de seguridad en los centros sobre seguridad en Internet, de las encuestas que se pasan en las tutorías y con cada actividad relacionada con el buen uso de la red de redes que se realiza para abordar el abanico de contenidos transversales (sí, además de contenidos, se ayuda a que el estudiante sea un ser social integrado) es que desconocen que algo tan sencillo que se hace con un par de clics, algo que envías porque alguien te lo ha enviado, algo que «solo» consiste en escribir un par de frases, es algo que puede arruinar la vida de una persona y dar con tus huesos frente a un fiscal de menores.
Y entonces, si en esta dura edad de la adolescencia, la opinión del grupo social tiene mucho más peso que su familia y aquel participa de los actos que queremos corregir y esta apenas cuenta con conocimientos suficientes para advertir al menor de lo que no se puede hacer ni para controlar de forma efectiva que no lo haga ¿dónde podrán informarse los jóvenes si no es en la escuela?
Ya en Francia, punta de lanza en estos temas desde hace más de una década, se prohibió el uso del teléfono móvil en las aulas con la Ley 2010-788 de 12 de julio de 2010 para proteger a los menores pero con un matiz equivocado pues se hacía referencia a la exposición a las ondas que emiten los aparatos radioeléctricos. En esta motivación se esconde una gran ignorancia y se deja de lado a la ciencia pues se invoca el miedo a algo invisible que nos atraviesa y nos hace enfermar. No hemos llegado como civilización tan lejos como para caer ahora en las supercherías de un puñado de anuméricos, por mucha audiencia en medios que tengan, muchos de los cuales no creen en la evidencia científica pero no tienen problemas en defender (ya sea de forma incentivada o no) el poder curativo de luces de colores, las flores de Bach, los aromas silvestres o diluciones imposibles. De querer alarmar por algo que sí puede acarrearnos serios problemas de salud podríamos empezar por una fuente de radiación electromagnética terriblemente poderosa y dañida que opera en los 2 000 000 GHz: el sol, y apostaría a que muchos de los que temen enfermar por las ondas de la Wifi (en el rango entre 2.5 y 5 GHz) se broncean alegremente sin protección a cualquier hora del día en pleno verano. Como ya sentenció Cervantes en El Quijote "A buen pagador no le duelen prendas".
El uso descontrolado de los dispositivos tecnológicos supone un alto riesgo de caer en una adicción, como casi todo lo que llama la atención de nuestros jóvenes, pero es nuestro deber formarles adecuadamente para evitar que una herramienta útil que puede proporcionar, por qué no, ratos de ocio, acabe esclavizando a sus usuarios. ¿No damos charlas continuamente sobre hábitos de vida saludable? ¿No se tratan transversalmente en todas las materias temas tan importantes como el sexo seguro, los riesgos del alcohol y el tabaco, los peligros de consumir otras drogas, la seguridad al volante, los beneficios de comer bien y hacer deporte…? ¿Por qué no incorporar a este catálogo tan necesario la temática del uso controlado del smartphone?
Se puede navegar con seguridad en Internet, jugar, chatear, consultar recursos, pedir información, descargar archivos... , pero alguien debe decirles cómo ha de hacerse. En una práctica de clase formulé una propuesta de trabajo de investigación y un estudiante eludió mis indicaciones y me presentó un magnífico trabajo que daba solución completa a la pregunta formulada y contaba con un arsenal de imágenes de grandísima calidad que ilustraba complejos fenómenos físicos y biológicos que, por supuesto, estaban lejos de su alcance. En esta ocasión nadie resultó acosado, ni el estudiante había invertido más tiempo del imprescindible frente a su dispositivo, ni había consultado fuentes inapropiadas para su edad, todo lo contrario. Había acudido a Google Scholar, Researchgate y Academia.edu. Esto, que podía pasar sin pena ni gloria, supuso una magnífica oportunidad para explicar el concepto de “licencias de derecho de autor” y dedicamos el tiempo necesario a interiorizar el concepto de propiedad intelectual.
Nunca se deja de aprender pero nuestros jóvenes necesitan aprender de forma reglada y ordenada. El acceso a la información deslocalizada es instantáneo y contiene ingentes cantidades de entradas con contenido bueno y malo, correcto e incorrecto, legal e ilegal, apropiado o no y es en el centro educativo donde deben darse las pautas para un manejo seguro y adecuado.
Ahora bien, esto debe ir aparejado de medidas eficaces para los desaprensivos que hagan un mal uso de los recursos y en esto, las leyes, que siempre van varios pasos por detrás de la realidad a la que tratan de aplicarse, deben ser adaptadas y permitir que los centros tengan autonomía para gestionar adecuadamente los conflictos que de aquí puedan derivarse (algo que, hoy por hoy, es absolutamente imposible).
Autor: Prof. Javier Luque.
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