Podría decirse que una de las principales premisas del sistema educativo es la transmisión del patrimonio cultural que hemos ido atesorando, generación tras generación, con el paso del tiempo. Por mucho que queramos dárnoslas de innovadores esto no es algo nuevo. Ya en Mesopotamia, hace cuatro mil quinientos años, existía un embrión de lo que ahora llamamos escuela donde un grupo de privilegiados provenientes de las clases pudientes se formaban en escritura, economía, botánica, astronomía, medicina, teología, geografía, relaciones diplomáticas o técnicas agrícolas.
Al mismo tiempo, potenciando una instrucción global se abordaban aquellas facultades que escapaban de una doctrina puramente académica como lo que atañe al aspecto moral, ético o espiritual del individuo y su conjunto social. La principal diferencia con las prácticas anteriores radicaba en que el conocimiento que allí podía adquirirse no estaba focalizado hacia lo que se necesitaba para afrontar el día a día, se trataba de un conglomerado de conocimientos que pretendían formar al individuo de una forma completa permitiéndole desempeñar en el futuro cargos profesionales en palacio, el templo, en las oficinas que la administración pública tenía diseminadas por el territorio, en empresas mercantiles o en escuelas como nuevos formadores.
La escuela actual comparte algunos aspectos de aquella pero, además de transmitir conceptos y contenidos, funciona como un elemento crucial de cohesión social compensando desigualdades. En un tramo de edad donde los estudiantes gozan de una curva de aprendizaje con una pendiente elevada (que indica que en poco tiempo se adquieren muchos conocimientos) se les expone a muchos estímulos diversos fruto de las distintas metodologías de aprendizaje que los docentes empleamos en las aulas y de la forma de abordar contenidos transversales que dotan de músculo al esqueleto académico sobre el que apoyarán sus conocimientos en el futuro y que, en definitiva, les llevará a convertirse en auténticos seres sociales. No es posible hoy contemplar un itinerario académico desconectado de la componente social. Para muchos estudiantes provenientes de clases desfavorecidas la educación resulta un auténtico ascensor social que les permitirá alcanzar un futuro con expectativas que serían impensables de otra manera. Tener acceso a una educación de calidad, con metodologías activas que empleen adecuadamente los recursos digitales, que apuesten por el aprendizaje de idiomas favoreciendo así el acceso a un futuro globalizado frente a los localismos, que luchen contra el anumerismo y que potencien el pensamiento crítico y la creatividad sin menospreciar las ventajas contrastadas que ha venido ofreciendo la metodología tradicional, supondrá una ventaja competitiva en una sociedad cada vez más tecnificada y exigente.
El problema se plantea cuando comparamos dos escenarios que en algún momento cruzan sus recorridos: el universo académico y el mercado laboral.
En el primero se trata de alcanzar una integración en todos los niveles, apostando por la heterogeneidad y la atención individualizada (tanto como es posible con los medios de que se disponga) pero en ocasiones esta flexibilidad puede extenderse hasta extremos que pueden parecer ridículos.
En el lado contrario encontramos el mercado laboral, donde se persigue la competición camuflada de buen talante. Esto es algo que me impactó cuando un empresario, hace ya una década, respondió a un candidato rechazado durante una campaña de selección de personal: “Hijo, estás fuera porque no buscamos una buena persona que finja ser un hijo de puta, buscamos a un hijo de puta que parezca buena persona”.
Esto me lleva a preguntarme cómo se enfrenta uno a este cambio. ¿Cómo asume una persona en la veintena que ha pasado de ser el objetivo del éxito pretendido de un sistema educativo, incluso en los niveles universitarios, a ser un mero engranaje de un mercado donde cada día se le exigirá más, se le ofrecerá menos, tendrá competencia más formada y más joven que estará, al menos por un tiempo, en una vanguardia laboral que ya se le antojará lejos y que no importa a nadie? Nadie aceptará ahora las justificaciones de la familia diciendo que ha pasado una mala noche y que por eso se ha quedado dormido. Nadie aceptará que cruce los brazos y reciba el rédito del trabajo de los demás. Nadie le permitirá llamar a casa para que le traigan ese cuaderno tan importante que le hacía falta para la presentación. Nadie le adaptará el trabajo hasta que pueda hacerlo sin tener que esforzarse pretendiendo cobrar lo mismo. Nadie le explicará pacientemente, una y otra vez, lo mismo mientras su cabeza vuela a kilómetros de distancia centrada en sus propios intereses mientras otros esperan a que aterrice para poder seguir haciendo lo que les toca. Nadie se preocupará de que a la vuelta del fin de semana tenga una acumulación de trabajo, ni siquiera, que tenga que llevarse trabajo a casa. Nadie le permitirá que llegue tarde sistemáticamente ni que se ausente sin más el día que evalúan algún aspecto de su trabajo esperando a que la prueba se repita las veces que sean necesarias hasta que un buen día acierte a superarla con éxito.
Y entonces, ¿qué estamos haciendo? Estamos esforzándonos cada día en crear oportunidades, adaptarnos a la realidad de nuestros estudiantes, flexibilizar los contenidos que deben consumir para superar exitosamente cada nivel, estrujar las metodologías para hacer más agradables, cercanas y consumibles nuestras clases llegando incluso a incorporar prácticas de juego que ayuden a dinamizar el aula y alcanzar esas pretendidas competencias, digitalizando todo para que apenas sí tengan que molestarse en tomar apuntes correctamente, marcándoles las fechas de las pruebas y los contenidos para que puedan llegarle en forma de avisos, correos o notificaciones a sus dispositivos. En ocasiones, tenemos que dar formación a las familias porque los estudiantes acaban recabando la atención de todos para preparar exámenes y ejercicios. ¿Es esto lo correcto? Casi podría decirse que estamos usurpando su derecho a ser capaces de aprender a gestionar su tiempo, de afrontar los fracasos, de resolver sus propios problemas, de ser autónomos en la forma de plantear su propio ritmo de aprendizaje. Les estamos creando un escenario de ficción donde todo se pliega a sus intereses y luego pasarán en un tris de la cama de algodones al Pearl Harbor del mercado de trabajo.
La figura del Legislador es comprensible, la Educación ha de ser un bien garantista que permita ir logrando metas, superando objetivos y desarrollando capacidades de forma progresiva, cada cual, a su ritmo pero hay otra realidad, la que está esperando hambrienta de éxito, la que apuesta por la inmediatez, la que no se casa con nadie ni entiende de fidelidad, la que no sufre por prescindir de gente válida por algo tan estúpido y tan poco defendible como haber superado una barrera arbitraria de edad, la que apostará por la especialización del individuo y le dejará caer cuando llegue otro más especializado aún, quedando aquel sin oficio ni beneficio y con una especialidad que igual ya no es tan importante. Esa otra realidad deshumanizada está aguardando y no va a marcharse y esa transición armónica que se pretende lograr entre la fase académica y la laboral, ya sea desde la secundaria, la formación profesional o la fase universitaria (aquí hay otro melón bien gordo que abrir) se está convirtiendo en una brecha por la que se precipitan muchos de nuestros estudiantes, buenos, malos y regulares pero casi siempre «sin padrino», que acaban trabajando de cualquier cosa, por cualquier miseria y que se acomodan a una situación que les queda pequeña pero que temen perder.
Vuelve a oírse la letanía del cambio de legislación, otra más, y volverán a hacerla los mismos. Distintas caras, sí, distinto color político, también, pero mismo modus operandi. Gente que dictará sobre métodos académicos sin trabajar en las aulas, gente que presumirá las necesidades del mercado sin tener nómina en una empresa, gente que hablará de iniciativa empresarial sin haber padecido en sus carnes las fases de gestar un negocio, gente que hablará de diálogo sin haber preguntado la opinión a los especialistas, gente que hablará de ideas mientras todos los demás nos seguiremos estrellando con la realidad y nuestros jóvenes seguirán jugando al Monopoli con su nómina de mentirijilla y un sueldo ridículo que les obligará a trabajar sin rechistar antes de que venga otro a levantarles su mierda de trabajo.
Si se quiere hacer bien, se puede. Pero no como siempre. No de la misma manera. No perjudicando a los de siempre. No arruinando el futuro y la ilusión de los que son la parte fundamental de nuestro trabajo y a los que debemos el mayor de los respetos porque sabemos, por nuestro recuerdo, lo que están sintiendo y sufriendo y sabemos, por nuestro presente, la que les espera.
Imagen de cabecera: Gerd Altmann/Pixabay.
Autor: Prof. Javier Luque.
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