Acaba de finalizar la segunda evaluación en los centros de enseñanza preuniversitaria y durante estas últimas semanas se han podido observar en las redes sociales comentarios de toda índole sobre nuestra práctica docente y sobre la forma de acometer el trabajo en estas inéditas condiciones. Tras mi reconocimiento a los profesionales de la educación en tan difícil situación (leer), aquí va mi reflexión.
Los comentarios provienen de todos los flancos porque, por alguna razón, uno no se siente autorizado a decirle al charcutero cómo tiene que cortar el filete pero aquí, en educación, todo quisque mete baza y parece saber cómo se tienen que hacer las cosas mientras los especialistas nos dedicamos a la contemplación. Así, tenemos que las familias opinan, supongo, anteponiendo los intereses de sus hijos y preocupados por la forma en que les afectará a corto plazo (dentro de sus jaulas actuales) y a medio plazo (cuando tengan que puntuar para cambiar de etapa educativa y afrontar el siguiente curso con lagunas de contenido del actual). Las distintas asociaciones hinchan pulmones y salen al balcón sacando pecho para salvaguardar, imagino, los intereses de sus asociados (sería lo lógico) ante motivos diversos: el cambio de las oposiciones, la falta de sustituciones de personal, la falta de medios para llevar a cabo el teletrabajo, la falta de definición de las medidas a adoptar...
Lo de la Administración me queda bastante más claro porque sale al frente, deduzco, para certificar la normalidad de la situación y justificar sus actuaciones (más que discutibles en muchos casos). Esto no es nuevo ni mucho menos pues siempre se ha actuado de modo parecido ante cualquier eventualidad. Es lo que siempre hemos oído como un «salvar el culo» en toda regla, en este caso, ante la necesidad de lidiar con todos los actores en un escenario que resulta nuevo para todos y ante el que nadie quiere dar un pie en falso reconociendo que se improvisa, que se están creando desigualdades, que faltan medios materiales para hacer un trabajo que hoy por hoy está saliendo adelante por la buena fe y la profesionalidad de los que siempre —antes y ahora— están empujando el carro mientras otros están subidos a él contemplando las vistas y que se está sobrecargando la máquina por el lado de siempre sin tener ni pajolera idea de por dónde va a salir esto.
Por supuesto, no podrían faltar en un sarao así todas esas estrellas educativas que pueblan los medios de comunicación y las redes sociales dedicando tanto tiempo a dar sus recetas y consejos para evitar la hecatombe que parece difícil que tengan tiempo de ponerlas en práctica.
Opinamos, también, los propios docentes y aquí se aprecia una polarización y una falta de convicción desde posturas que, por un lado, pueden ser más o menos defendibles pero que pueden esconder motivaciones personales que pongan en riesgo la precaria estabilidad conseguida con el buen hacer y el sacrificio de quienes nutrimos el otro polo.
Esta situación sin precedentes ha obligado a muchos docentes a incorporarse de forma apresurada al tren de las [ya no tan] nuevas tecnologías y algunos habrán experimentado que ya van a pie cambiado. Otros, sin embargo, ya tenían recorrido en el uso de plataformas digitales y aulas virtuales y lo único que han tenido que hacer es sustituir una parte del trabajo académico, el presencial, por una vía telemática.
Es curioso leer a muchos tuiteros y blogueros (de toda clase y condición, también, del gremio) criticando el sistema de teletrabajo apostando por la inestimable necesidad de contar con el docente en forma presencial para que el proceso tenga valor. Sin negar lo anterior, para que estas aseveraciones tuvieran un mínimo de rigor, deberían estar basadas en la contrastación, haber probado otro método con el que comparar. No se puede demonizar una metodología si no has llegado a usarla y tampoco si no le has dado el recorrido suficiente porque este contexto es especial, único en la historia y esperemos que irrepetible. Que la presencia del docente es uno de los puntos fuertes del sistema, está claro, que sea la única baza, es muy discutible.
Las familias padecen un estrés comprensible debido a la situación sanitaria, al problema social que supone el mantenimiento de la cuarentena, a la incertidumbre que afecta a millones de familias que ven peligrar su puesto de trabajo. Para mí, nuestra misión ahora, como docentes, es doble: mantener un estado de normalidad académica frente al estado de alarma general y facilitar a nuestros estudiantes su derecho a seguir formándose, porque se puede hacer. Es cierto que no es una situación ideal pero tampoco la presencial lo es. No se trata ahora de reproducir aquel huerto de Epicuro por el que paseaban disertando sobre lo humano y lo divino gente de toda condición, se trata conseguir que quienes pueden y quieren consigan ejercer su derecho a ser formados. Claro que habrá que hacer esfuerzos pero ¿acaso no estamos acostumbrados ya a hacerlos? Lo que no se puede usar como excusa, como he leído en no pocos rincones digitales, es la existencia de la brecha entre los que tienen acceso a medios digitales y los que no y en este punto voy a mojarme un poco más desde mi experiencia. El tamaño de esa brecha no crece con cada nueva tarea o prueba que los docentes envíen a través de sus plataformas digitales. Sorprendería ver el número de estudiantes que anteponen la excusa de la falta de medios digitales para seguir las clases mientras cuentan con dispositivos de primeras marcas, consolas de juego y red de banda ancha para ver sus series de Netflix. Sencillamente son incompatibles los datos de uso que se reciben de las grandes plataformas de medios y telecomunicación y los datos de capacidad de acceso a Internet y a dispositivos digitales que facilitan las familias al centro. ¿Para que estos estudiantes que no hacen nada en el aula no sientan la necesidad de tener que sentarse a trabajar online vamos a privar al resto de su derecho? ¿Para que algunas familias no tengan que estar constantemente sufriendo el drama de pedirle a sus hijos que aprendan algo que pueda servirles para su futuro tenemos que paralizar el avance de todos los demás? Dicho así parece duro y contundente pero es que la realidad que se ve en los centros es dura y contundente en muchas ocasiones y se aleja de esas situaciones edulcoradas donde el responsable político de turno se desvive por pintar una situación irreal donde todos los estudiantes y sus familias hacen cuanto está a su alcance por sacar el máximo partido a su formación. ¿Habría que darle una solución a ese grupo de estudiantes que por cualquier motivo viven de brazos cruzados y se cierran en banda a cualquier acción que acometas para ayudarlos? Por supuesto, sin duda, pero no a costa de adaptar el sistema a su situación en perjuicio de los demás. Hemos edificado un sistema garantista que parte de la premisa equivocada de que todos somos iguales y que todos tenemos a nuestro alcance hacer lo mismo porque partimos de las mismas capacidades pero es una falacia. Lo que tenemos que ofrecer son idénticas oportunidades y ayudar en cada momento a quien lo necesite de la forma más justa y eficiente pero no puedo admitir que la forma de conseguir que unos no se desenganchen sea impidiendo que otros puedan desarrollar todo su potencial. Sería imponer una tiranía de los mediocres y lo que menos necesitamos en un contexto como el que se nos viene encima, son mediocres. Y ojo que mediocre no ha de confundirse con mal estudiante pues cualquier docente puede confirmar que estudiantes de bajo perfil académico han sabido encauzarse profesionalmente siendo hoy en día unos perfectos ciudadanos y es que en muchas ocasiones se trata de esto, de crear gente socialmente válida, con compromiso y empatía en lugar de genios con diplomas. Claro que hay dramas personales detrás de muchas cifras de las que conforman la estadística pero esos casos hay que diagnosticarlos cuanto antes y tratarlos de forma individualizada invirtiendo todos los recursos que sean necesarios porque seguramente los problemas que no se verbalizan abiertamente son los que pueden provocar un mayor daño.
Pero ¿qué pasa, entonces, con esos otros estudiantes que aun estando preocupados por su formación no tienen medios para contar con conexión a Internet en casa o equipo para conectarse? Pues esta sí es una buena pregunta porque la declaración del estado de alarma podría haber contemplado la posibilidad de que, al igual que las empresas de suministros básicos (y comunicaciones) no pueden cortar sus servicios, se ofreciese a las familias que lo necesitaran dispositivos portátiles de acceso a Internet de forma gratuita (con las fianzas que correspondieran y el control que se requiriese) para mantener otro servicio esencial (la educación). Al mismo tiempo, los mismos centros docentes podrían haber habilitado (si se les hubiese permitido, hoy por hoy no tienen atribuciones para hacerlo) un servicio de préstamo de ordenadores portátiles (nuevamente con las cautelas que lógicamente han de ir asociadas al uso del material público pero si ya se está haciendo indiscriminadamente con los libros de texto por qué no hacerlo, con el control y las garantías económicas que se precisen, para quien lo necesite de verdad). Esto sería una medida mucho más lógica que «regalar» tabletas o portátiles como ya ocurrió (bochornosamente) en algunas comunidades donde se entregaron cientos de miles de equipos para dar cumplimiento al programa estatal “Escuela 2.0”.
Siempre se pueden hacer las cosas mejor pero lo que ahora toca es remar en la misma dirección y sentido sin perder de vista que el objetivo es seguir ofreciendo a nuestros estudiantes una formación de calidad, aspirando a hacer mejor las cosas y haciendo entender a las familias que ahora es, más que nunca, cuando nos necesitan y que ahora es, más que nunca, cuando les necesitamos. Ahora es cuando esa Administración vigilante que tanto se preocupa de contar con el máximo nivel de burocracia para cualquier trámite ordinario debería de empezar a dejar de contar hormigas y ponerse a contar los elefantes que pasean a sus anchas, de emplearse a fondo evitando que esas pretendidas desigualdades que pueden crearse, según algunos, por hacer nuestro trabajo no se conviertan en excusas para dar de lado el sobreesfuerzo que supone mantener este formato de formación.
Hay muchos y muy buenos profesionales que hacen un gran trabajo cada día pero por alguna razón su trabajo no luce lo suficiente y queda oculto bajo la sombra de otros casos puntuales que destacan por su falta de implicación y colaboración, por acomodarse a un mal entendido estado de excepcionalidad, por mostrarse inflexibles ante una situación cambiante que amenaza nuestra estructura social, nuestra economía, nuestra vida y la de nuestros seres más queridos, por negarse a evolucionar cuando todo elemento vivo lo hace y no hay nada más vivo que educarse y aprender a ser una persona completa. Esta profesión necesita de gente capaz, competente y entregada y nadie es perfecto, todos tenemos que mejorar en nuestra formación y superar una curva de aprendizaje pero no debe permitirse que ese pequeño porcentaje de picos que proyectan sus alargadas sombras sobre el resto acaben agraviando a sus compañeros ni perjudicando la imagen de un colectivo ya suficientemente menoscabado.
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Autor: Prof. Javier Luque
Magnífico!
ResponderEliminarCuántas verdades agolpadas en unas líneas, a veces incómodas, otras alentadoras pero SIEMPRE desde el conocimiento de este campo que es la docencia.
En los tiempos que corren, artículos como éste deberían ser los mensajes masivos que nos llegarán cada día a nuestro móvil... así, antes de hacer un comentario vanal o fuera de lugar sobre la labor de los profesores en estos momentos, reflexionáramos unos momentos para darnos cuenta de todo lo que hay detrás.
Lo reitero, MAGNÍFICO.