FOMO (Fear of Missing Out)
Acabamos de encontrar uno de los pivotes de las adicciones. ¿Qué hace que una máquina tragaperras atrape a una persona? La dopamina, uno de los muchos neurotransmisores que fluyen por nuestras neuronas. Se produce en las neuronas dopaminérgicas y actúa sobre campos tan diversos como el aprendizaje, el movimiento, el sueño, el humor, la atención y... los mecanismos de recompensa.
La comida, ciertas drogas, el sexo... aumentan la producción de dopamina produciéndonos una sensación placentera que deseamos que se mantenga o que, al menos, se repita tanto como sea posible. Si queremos que nuestro jugador ocasional acabe reincidiendo no bastará, sin embargo, con ofrecerle una descarga puntual de dopamina, deberemos actuar sobre su conducta. Esto es algo que sabe bien B.J. Fogg, un gurú de las grandes tecnológicas, un científico de la conducta de Stanford que compatibiliza su profesión docente con la de asesor de empresas que aprovechan las oportunidades que las líneas de investigación sobre modificación de conducta ofrecen. Por supuesto, esta cátedra, es un caramelito para cualquier institución académica pues genera unos abrumadores ingresos resultado de la efectividad demostrable que ofrecen. ¿Se va silueteando el problema ya?
Fogg instauró la premisa de que para implantar exitosamente un hábito debían concurrir tres factores: motivación, señal y habilidad.
Volviendo a nuestro jugador, el desencadenante puede ser algo tan básico como la esperanza de ganar dinero con la calderilla que recibe de abonar un desayuno o las lucecitas que desfilan rítmicamente por la pantalla. La habilidad para manejar la máquina es mínima y está al alcance de cualquiera sin que suponga un esfuerzo, de ahí la universalización de su uso. La motivación aquí bien podría ser el premio y el sentirse centro de atención cuando se desencadena la explosión de luces o música que acompaña a la ruidosa caída de las monedas en su recorrido hacia el embudo de devolución de monedas.
Las tres variables deben darse simultáneamente aunque no necesariamente en la misma medida. El factor adicional es ahora la ansiedad. Esta viene dada por la confluencia de no saber cuándo se desencadenará la fiesta asociada al premio y la culpa por las monedas que dejamos que pasen de nuestra mano al bolsillo de la empresa que explota la máquina. La compulsividad la disparan elementos como la palanca de tiro, un accesorio de atrezo totalmente innecesario, o la colorida botonera que favorece la creación de un ritual invitándonos a creer que tenemos cierta decisión o influencia sobre el proceso (el momento de detener el carro, de subir la apuesta, de escoger la partida...) cuando es un algoritmo dentro de una caja negra el que estudia nuestro hábito de juego y decide cuándo tenemos que recibir nuestra descarga de dopamina para engancharnos, para que volvamos tras el siguiente desayuno, para que volvamos en otro horario, aunque no consumamos. Una jaula de Skinner donde nosotros somos el animal enjaulado en un recinto de color, música y esperanzas rotas.
Traslademos esta forma de secuestrar nuestra conducta al mundo de la nube, la vida digital que transcurre detrás de la pantalla de nuestro terminal. Videojuegos, cine, apuestas, porno... cualquier cosa que consumimos trata de retenernos un poquito más tiempo. Así es como podemos gastar más, visualizar más publicidad, más promociones, más ofertas de servicios y aplicaciones, más capitalismo vertical destilado a través del alambique de nuestro propio smartphone.
Potentes algoritmos ayudados de IA (inteligencia artificial) nos recomiendan aquellas series que saben que nos cautivarán (plataformas como Netflix o HBO, directamente, promueven contenidos que sigan un patrón alineado con sus mejores estadísticas de visionado). Igual ocurre con aquellos productos compatibles con nuestros hábitos de consumo, con ofertas relacionadas con los servicios que solemos usar o que están disponibles en los establecimientos que las coordenadas de nuestro terminal (chivato indiscreto) advierten que frecuentamos.
¿Suele comprar material promocional de un equipo deportivo? Será de este de quien reciba más ofertas. ¿Habla un segundo idioma? Esta será la segunda opción de audio recomendada. ¿Busca algo concreto en páginas de contenido sexual? No se preocupe, los algoritmos encontrarán exactamente lo que le gusta en pocos pasos pues ya le habrán hecho recorrer, en incursiones previas, un sinfín de páginas de exposición no solicitadas para comprobar qué es lo que llama su atención.
¿Cómo obtienen de nosotros tanta información? Es fácil. Somos nosotros mismos quienes se la brindamos.
1984 fue una obra premonitoria de un futuro distópico en la que Orwell anticipó la figura de un Gran Hermano que controlaba todos los aspectos de la vida de los habitantes del superestado que llamó Oceanía, tras anexarse los EEUU al Imperio británico y unir su territorio al resto del continente americano y la plataforma continental australiana. Los ciudadanos estaban sometidos a un estado de represión y control perpetuo y recibían, por diversas vías, una propaganda alienante que desincentivaba el espíritu crítico, desmotivaba la iniciativa personal e impedía el pensamiento libre. El acomodo y el servilismo iba ganando terreno a golpe de fanatismo, la creación artificial de bandos favorecía el "conmigo o contra mí" y solo los actos más grandilocuentes en favor del sistema imperante permitían desviar la atención de la "policía del pensamiento".
¿Han entrado recientemente en una red social como Twitter?
Hemos dejado entrar al Gran Hermano en nuestras vidas con cada cláusula aceptada al registrarnos en una web, con cada App que nos hace la vida más fácil ¿gratis? (la máxima en publicidad es que si adquirimos un producto que no nos cuesta es porque nosotros somos el producto). Acciones tan simples como dar un "me gusta", compartir, hacer una mención o reservar un enlace para leerlo más tarde provoca un aluvión de datos que son procesados minuciosamente (a quién se hace like, cuál es su posición en nuestro círculo de influencia cercana, con qué periodicidad lo hacemos, qué ha motivado la acción, qué respuesta ha generado en el autor y en su red, qué sentimiento ha promovido, en qué tramo horario se ha realizado, desde qué navegador y terminal, desde qué lugar, con cuál de las cuentas asociadas...). Cada fotografía que subimos a la nube, cada artículo que escribimos (como este), cada dato personal que dejamos que se descuelgue de nuestro día a día en cualquier red social o agregadores de contenido (comentarios, imágenes, vídeos... de nuestro trabajo, nuestra familia, nuestros gustos, nuestras aficiones, nuestra música o película favorita, nuestras ideas políticas o reglas morales, nuestras opiniones...) ayuda a crear una huella digital que no podemos más que engordar. Y esa imagen somos nosotros. Ni siquiera haría falta tener que registrarnos al acceder a un servicio, nos conocen, saben cuáles son nuestros patrones de uso, saben que somos nosotros.
Entonces, ¿qué es lo que nos engancha a estar conectados?, ¿qué hace que, sobre todo nuestros jóvenes, muestren esa actitud?, ¿por qué parecen vivir a través de la pantalla, como si el mundo físico les quedara grande (o, tal vez, demasiado pequeño)? ¿Por qué tienen la necesidad de demostrar con imágenes absurdas y poses extravagantes que han estado en tal o cual sitio? Pregunten. La respuesta será que si no lo cuelgan, es como si nunca hubieran estado. Necesitan demostrar cosas aunque ni siquiera les apetezca. ¿Les gusta la comida? Foto y a Instagram. ¿No les gusta el comentario de su hermano? Comentario sarcástico con emoticón y a IG. ¿Les pasa algo divertido? Meme estándar y a Twitter. ¿Se muere la mascota? Foto de paisaje sereno con frase enlatada y a Facebook (y a IG, claro). ¿Están aburridos? Realización de reto absurdo de TikTok y a compartir.
El segundo elemento más motivador que existe en redes sociales es el ser aceptado socialmente, incluso ante desconocidos con los que no hablaremos en persona jamás. El primero, es el miedo a ser rechazado socialmente. Por eso no dejamos de instalar aplicaciones, de escribir, de participar, de mirar el saldo de "me gusta" ante cualquier comentario, fotografía o vídeo. Muchos no desactivan las notificaciones push de sus redes sociales por miedo a quedarse atrás y les obliga a estar permanentemente conectados. Tienen miedo a no considerarse parte de un grupo, aunque sea uno virtual y los abrazos que reciban del mismo en los momentos más necesarios sean bidimensionales, fríos y del color de los Simpsons.
Quieren quedar bien, no ser criticados, crecer en seguidores (identificando popularidad con éxito) y eso obliga a estar siempre alerta, con la dopamina disparada por la ansiedad constante, recurriendo a la cafeína para poder mantenerse pegados a la pantalla visualizando un tapiz infinito de información totalmente prescindible y superflua, sin valores, sin ética y sin un propósito, en muchos casos, más allá que la exhibición y el consumo.
Son los más jóvenes, entre los 12 y los 19 años, los más afectados por esta espiral viciosa que aísla al individuo y lo reduce a un puñado de códigos, un perfil, un candidato a recibir según qué tipo de información, bien o servicio.
Se estima que cerca de las dos terceras partes de los usuarios de redes sociales, padece un síndrome que se ha dado en llamar FOMO, acrónimo de Fear of Missing Out (miedo a perderse algo, a quedarse atrás), en mayor o menor medida.
Cada ding de la campanita de la red social es una nueva inyección de nuestra droga cerebral favorita, cada baja en nuestro séquito de seguidores, una traición, cada falta de respuesta o de atención, una tragedia, el olvido.
Uno puede levantar la vista, parar, decidir cuándo responder a un mensaje. Pero el riesgo al que se enfrenta es a la pérdida de relevancia. No será ya sugerido a otros, no será popular, caerá rápidamente en el olvido digital y es posible que se convierta en el blanco de las hordas de indignados y ofendiditos que campan a sus anchas por estas praderas binarias.
Así de difícil se lo estamos poniendo a unos chavales que aún no tienen madurez suficiente ni herramientas para vencer a un gigante tecnológico que ni siquiera ven, cuyo propósito ni alcanzan a entender y, por si fuera poco, en una franja de edad tan delicada y frágil como es la adolescencia (con extremos cada vez más amplios) donde uno cree saberlo todo, las hormonas trastornan nuestra mente clara afectando a nuestras decisiones, la única información que aceptamos es la que llega de nuestro grupo de iguales y los referentes que se adoptan suelen beneficiarse, precisamente, de aquello de lo que deberíamos alejarnos.
Créditos:
Autor: Javier Luque.
Imagen de cabecera: https://pixabay.com/images/id-1553977 (CC0)
Para ampliar, lista no exhaustiva de textos que han ayudado a realizar esta entrada:
Corbyn, Z. Experimento de Facebook aumenta la participación electoral en EEUU. 2012/09/12 (artículo).
Gabriel, M. El sentido del pensamiento. Ed. de Pasado y Presente S.L.
Gutiérrez, M. Siete pasos más tarde. Ed. Siruela. 2017
Pariser, E. El filtro burbuja: cómo la web decide lo que leemos y lo que pensamos. Ed. Taurus. 2017.
Sánchez, C.M. Los arrepentidos de Silicon Valley: la tecnología contra nuestra mente. 2018 (artículo).
Me pregunto si es una mera reflexión o por el contrario es fiel reflejo de la realidad. Efectivamente es "pura realidad" Increíble cómo vamos dejando nuestro rastro en la red y cómo nuestros jóvenes, nuestros hijos, son vulnerables y se dejan seducir con gran facilidad.
ResponderEliminarEs cierto que como padres, educadores, profesionales..., intentamos educar a nuestros jóvenes en el buen uso del consumo de contenidos de internet, nada fácil, pero también debemos considerar que en éste caso nadamos contra la corriente, puesto que como bien dices, nuestros jóvenes en ese caso se quedarían fuera de su círculo de amigos, fuera de contexto, sin tema de conversación...
Tenemos un duro trabajo por delante.
Es cierto: si no dejan constancia, suben fotos o comentarios de cada situación, es como si no hubiera pasado. Y el motivo de la foto es el sitio, la comida, el paisaje, ellos mismos. Pero no son imágenes o textos espontáneos o casuales. Como dices, son frases enlatadas o una foto seleccionada entre decenas. Muestras de un mundo idealizado, fiel a un patrón prediseñado, donde, además, el mérito no lo tiene el hecho en sí o las dotes artísticas o literarias del autor, ya que están al alcance de un click, de un filtro, de un googleo. Por tanto, no se trata ya de un reflejo de la realidad vivida, sino de una realidad modificada. Los posts, como recuerdos seleccionados y editados que son, constituyen la base que alimenta una vida ilusoria, virtual, la cual, a fuerza de ser materializada y revisada a través de imágenes, llega a reemplazar a la vida real, eliminando de ella todo elemento o sensación indeseada, incómoda, dolorosa o socialmente incorrecta.
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