miércoles, 29 de diciembre de 2021

FOMO, EL SÍNDROME QUE ESTÁ ALIENANDO A LOS JÓVENES

FOMO (Fear of Missing Out)


Demos un saludable paseo de treinta minutos observando atentamente a cuanto nos rodea. Da igual que nos encontremos cerca de la playa o en una ciudad de interior, en una barriada periférica o en las calles más céntricas, en una gran urbe o en pueblo, en una zona de comercios o en un parque... ¿Qué elemento se repite sin excepción?



Quizá, por tan habitual e integrado en el paisaje, se nos haya pasado por alto. Se trata de jóvenes apoltronados, en solitario o en grupo, con la cabeza encorvada y actitud ausente cuyos ojos devoran con infinita fruición una pantalla de cristal líquido del tamaño de una caja de aspirinas mientras su dedo pulgar realiza incansables barridos por su superficie. Por ese rectángulo, desfila una ingente cantidad de información, terabytes de datos superfluos salpicados de algún que otro relevante que recorren nuestras sinapsis y mantienen nuestra atención alejada del mundo físico que nos rodea. A través de ese rectángulo somos capaces de sentir gozo, frustración, ira, nostalgia, impotencia, amor, odio... dolor. Ese rectángulo nos permite crecer como personas y como profesionales, siendo más ágiles con nuestro trabajo, más eficaces con nuestra organización, más fieles a nuestras obligaciones, más efectivos en nuestras comunicaciones... Pero ese rectángulo, también, puede robarnos nuestra propia esencia, nuestra humanidad, nuestra razón de ser hasta el punto de tomar decisiones que puedan dañarnos emocional y físicamente.

En 1929, el célebre fisiólogo ruso Ivan Paulov publicaba (ya en español) Reflejos condicionados, obra en la que recogió el alcance e interpretación de sus estudios sobre la relación que se establecía, en los animales bajo estudio, entre el sistema nervioso central y los órganos sensoriales de tal manera que, una cierta estimulación de estos podía desencadenar una reacción del cerebro. Fue una primera incursión documentada en lo que más adelante se conocerá como conductismo. Aunque con las controversias lógicas que cualquier nueva teoría genera, esta línea de investigación fue ganando adeptos y abrió nuevas ramas de la psicología que buceaban en las formas de conseguir reforzar, con distintos fines, ese vínculo entre el estímulo y la respuesta física en humanos. Su potencial clínico era enorme pues se vislumbraba una manera de actuar sobre la psique trabajando desde la conducta y ello era un paso de gigante hacia la recuperación de trastornos de la conducta, problemas de ansiedad, fobias o neurosis varias.

Hasta aquí, no he tratado lo concerniente a aquellos aspectos que, como seguramente habrá supuesto el lector, se encuentran en la otra cara de la moneda.

El psicólogo Edward Thorndike, por su parte, desarrolló el célebre aprendizaje basado en ensayo y error (tan extendido en numerosos campos de la investigación y del que participa, en cierta forma, el método científico) y dio forma a lo que se conoció como ley del efecto. Esta ley viene a referir que si a un estímulo se asocia una respuesta con consecuencia reforzante (que favorezca que se repita) se tendrá mayor probabilidad de repetición cuando el estímulo vuelva a surgir que si la consecuencia es desagradable, aversiva. El ejemplo típico del perro de Paulov ilustra a la perfección la parte positiva de esta ley. Cuando el animal escuchaba el sonido de la campana (o incluso de las pisadas del ayudante que traía la comida) comenzaba a salivar ante la sospecha fundada de que su recompensa estaba en camino en forma de vianda.
 
Su contribución serviría, posteriormente, para justificar el condicionamiento operante de Skinner (personaje que veremos en pocas líneas y que estará llamado a crear una ruptura cualitativa para con los conocimientos preexistentes acerca de la conducta humana).
 
Aunque participaron de forma decisiva en la creación de las bases del conductismo, ni Paulov ni Thorndike pueden ser considerados como conductistas. El nacimiento de esta corriente se origina en una conferencia impartida por J.B. Watson en la Universidad de Columbia en 1913. 
 
Watson comenzó explorando uno de esos aspectos de la cara oculta de la moneda en un célebre pero despiadado experimento conocido como el pequeño Albert, en el que un niño acogido en el Hogar para Niños Inválidos Harriet Lane, Albert, de once meses de edad, sano y sin ninguna fobia o terror previo, veía aparecer animales peludos (ratas, conejos, perros, monos...) al tiempo que se golpeaba una lámina de metal tras él espantándolo. La asociación que se estableció en su cabeza hizo que el pequeño (en realidad se llamaba Douglas Merritte) mostrara pánico al ver animales con pelo, madejas de lana o, incluso, abrigos con pelaje. 
 
Este experimento, afortunadamente, no podría realizarse en nuestros días por las evidentes connotaciones éticas pero sí que se ha encontrado la manera de acercarnos al mismo de una manera más... creativa con ayuda de la tecnología. El polémico psicólogo, una vez finalizó su etapa académica, orientó su camino profesional hacia la publicidad realizando su trabajo en la John Walter Thompson Company, entre cuyos clientes se encontraban empresas icónicas como Kodak, Ford, Kraft, Oscar Mayer y el ejército de los EEUU. Esto, nos puede dar una pista de la verdadera utilidad global de estas prácticas fuera del terreno clínico.

El 20 de marzo de 1904, Pensilvania veía nacer a B.F. Skinner. El joven inquieto y con talento para las letras orientó su andadura universitaria hacia la psicología pero tardó poco en descubrir que, incluso en Harvard, el planteamiento académico se basaba, en su mayor parte, en una experiencia mental de carácter introspectivo con ideas abstractas alejadas del método científico que ya se imponía gracias a la expansión de disciplinas como la física, la química y las matemáticas que estaban experimentando un crecimiento imponderable.
Las premisas experimentales de Watson le resultaban más atractivas que las técnicas freudianas de psicoanálisis.
 
Se dejó abrazar por el movimiento conductista buscando explicar la conducta humana como un conjunto de respuestas fisiológicas influidas por el entorno. Esto le llevó al siguiente escalón de una escalera que aún hoy seguimos subiendo: el control científico de la conducta. O dicho de otra forma: cómo pilotar externamente nuestro falso libre albedrío.

En un experimento que buscaba alejarse del mecanicista modelo de Paulov introdujo a una rata en una jaula con una palanca que al ser accionada abría un compartimento oculto del que salía una apetitosa comida para el hambriento roedor.
 
La rata, en un primer momento, recorría la jaula manoteando azarosamente guiada por su estómago vacío hasta que un gesto concreto hacía caer el alimento, la recompensa. Tras varias repeticiones, su estado de alerta para la búsqueda, su curiosidad, disminuía y se reducía el tiempo que transcurría entre accionamientos consecutivos de la palanca. La rata, había aprendido la conducta adecuada para lograr mitigar su hambre, había creado una asociación. 
 
Yendo un pasito más allá eliminó la comida cuando se accionaba la palanca y observó que la rata seguía insistiendo obviando realizar nuevas búsquedas de alimento en otros lugares de la jaula. 
 
Aún fue más lejos y electrificó la palanca pretendiendo apreciar el rechazo del animal pero... la rata seguía manipulando la palanca a pesar de la descarga que recorría su cuerpo. El matiz, la genialidad, vino cuando creó un refuerzo que llamó de intervalo variable. Diseñó un mecanismo para que la palanca, a tiempos impredecibles para el animal, pudiera dar comida o una descarga. Lo que experimentó el animal fue un incremento exacerbado de su ansiedad. Esta ansiedad resultaba más eficaz que el propio hambre de cara a multiplicar el número de intentos por obtener su premio.

Acabamos de encontrar uno de los pivotes de las adicciones. ¿Qué hace que una máquina tragaperras atrape a una persona? La dopamina, uno de los muchos neurotransmisores que fluyen por nuestras neuronas. Se produce en las neuronas dopaminérgicas y actúa sobre campos tan diversos como el aprendizaje, el movimiento, el sueño, el humor, la atención y... los mecanismos de recompensa. 

La comida, ciertas drogas, el sexo... aumentan la producción de dopamina produciéndonos una sensación placentera que deseamos que se mantenga o que, al menos, se repita tanto como sea posible. Si queremos que nuestro jugador ocasional acabe reincidiendo no bastará, sin embargo, con ofrecerle una descarga puntual de dopamina, deberemos actuar sobre su conducta. Esto es algo que sabe bien B.J. Fogg, un gurú de las grandes tecnológicas, un científico de la conducta de Stanford que compatibiliza su profesión docente con la de asesor de empresas que aprovechan las oportunidades que las líneas de investigación sobre modificación de conducta ofrecen. Por supuesto, esta cátedra, es un caramelito para cualquier institución académica pues genera unos abrumadores ingresos resultado de la efectividad demostrable que ofrecen. ¿Se va silueteando el problema ya?

Fogg instauró la premisa de que para implantar exitosamente un hábito debían concurrir tres factores: motivación, señal y habilidad.

Volviendo a nuestro jugador, el desencadenante puede ser algo tan básico como la esperanza de ganar dinero con la calderilla que recibe de abonar un desayuno o las lucecitas que desfilan rítmicamente por la pantalla. La habilidad para manejar la máquina es mínima y está al alcance de cualquiera sin que suponga un esfuerzo, de ahí la universalización de su uso. La motivación aquí bien podría ser el premio y el sentirse centro de atención cuando se desencadena la explosión de luces o música que acompaña a la ruidosa caída de las monedas en su recorrido hacia el embudo de devolución de monedas.

Las tres variables deben darse simultáneamente aunque no necesariamente en la misma medida. El factor adicional es ahora la ansiedad. Esta viene dada por la confluencia de no saber cuándo se desencadenará la fiesta asociada al premio y la culpa por las monedas que dejamos que pasen de nuestra mano al bolsillo de la empresa que explota la máquina. La compulsividad la disparan elementos como la palanca de tiro, un accesorio de atrezo totalmente innecesario, o la colorida botonera que favorece la creación de un ritual invitándonos a creer que tenemos cierta decisión o influencia sobre el proceso (el momento de detener el carro, de subir la apuesta, de escoger la partida...) cuando es un algoritmo dentro de una caja negra el que estudia nuestro hábito de juego y decide cuándo tenemos que recibir nuestra descarga de dopamina para engancharnos, para que volvamos tras el siguiente desayuno, para que volvamos en otro horario, aunque no consumamos. Una jaula de Skinner donde nosotros somos el animal enjaulado en un recinto de color, música y esperanzas rotas.

Traslademos esta forma de secuestrar nuestra conducta al mundo de la nube, la vida digital que transcurre detrás de la pantalla de nuestro terminal. Videojuegos, cine, apuestas, porno... cualquier cosa que consumimos trata de retenernos un poquito más tiempo. Así es como podemos gastar más, visualizar más publicidad, más promociones, más ofertas de servicios y aplicaciones, más capitalismo vertical destilado a través del alambique de nuestro propio smartphone

Potentes algoritmos ayudados de IA (inteligencia artificial) nos recomiendan aquellas series que saben que nos cautivarán (plataformas como Netflix o HBO, directamente, promueven contenidos que sigan un patrón alineado con sus mejores estadísticas de visionado). Igual ocurre con aquellos productos compatibles con nuestros hábitos de consumo, con ofertas relacionadas con los servicios que solemos usar o que están disponibles en los establecimientos que las coordenadas de nuestro terminal (chivato indiscreto) advierten que frecuentamos.

¿Suele comprar material promocional de un equipo deportivo? Será de este de quien reciba más ofertas. ¿Habla un segundo idioma? Esta será la segunda opción de audio recomendada. ¿Busca algo concreto en páginas de contenido sexual? No se preocupe, los algoritmos encontrarán exactamente lo que le gusta en pocos pasos pues ya le habrán hecho recorrer, en incursiones previas, un sinfín de páginas de exposición no solicitadas para comprobar qué es lo que llama su atención.

¿Cómo obtienen de nosotros tanta información? Es fácil. Somos nosotros mismos  quienes se la brindamos.

1984 fue una obra premonitoria de un futuro distópico en la que Orwell anticipó la figura de un Gran Hermano que controlaba todos los aspectos de la vida de los habitantes del superestado que llamó Oceanía, tras anexarse los EEUU al Imperio británico y unir su territorio al resto del continente americano y la plataforma continental australiana. Los ciudadanos estaban sometidos a un estado de represión y control perpetuo y recibían, por diversas vías, una propaganda alienante que desincentivaba el espíritu crítico, desmotivaba la iniciativa personal e impedía el pensamiento libre. El acomodo y el servilismo iba ganando terreno a golpe de fanatismo, la creación artificial de bandos favorecía el "conmigo o contra mí" y solo los actos más grandilocuentes en favor del sistema imperante permitían desviar la atención de la "policía del pensamiento".

¿Han entrado recientemente en una red social como Twitter?

Hemos dejado entrar al Gran Hermano en nuestras vidas con cada cláusula aceptada al registrarnos en una web, con cada App que nos hace la vida más fácil ¿gratis? (la máxima en publicidad es que si adquirimos un producto que no nos cuesta es porque nosotros somos el producto). Acciones tan simples como dar un  "me gusta", compartir, hacer una mención o reservar un enlace para leerlo más tarde provoca un aluvión de datos que son procesados minuciosamente (a quién se hace like, cuál es su posición en nuestro círculo de influencia cercana, con qué periodicidad lo hacemos, qué ha motivado la acción, qué respuesta ha generado en el autor y en su red, qué sentimiento ha promovido, en qué tramo horario se ha realizado, desde qué navegador y terminal, desde qué lugar, con cuál de las cuentas asociadas...). Cada fotografía que subimos a la nube, cada artículo que escribimos (como este), cada dato personal que dejamos que se descuelgue de nuestro día a día en cualquier red social o agregadores de contenido (comentarios, imágenes, vídeos... de nuestro trabajo, nuestra familia, nuestros gustos, nuestras aficiones, nuestra música o película favorita, nuestras ideas políticas o reglas morales, nuestras opiniones...)  ayuda a crear una huella digital que no podemos más que engordar. Y esa imagen somos nosotros. Ni siquiera haría falta tener que registrarnos al acceder a un servicio, nos conocen, saben cuáles son nuestros patrones de uso, saben que somos nosotros.

Entonces, ¿qué es lo que nos engancha a estar conectados?, ¿qué hace que, sobre todo nuestros jóvenes, muestren esa actitud?, ¿por qué parecen vivir a través de la pantalla, como si el mundo físico les quedara grande (o, tal vez, demasiado pequeño)? ¿Por qué tienen la necesidad de demostrar con imágenes absurdas y poses extravagantes que han estado en tal o cual sitio? Pregunten. La respuesta será que si no lo cuelgan, es como si nunca hubieran estado. Necesitan demostrar cosas aunque ni siquiera les apetezca. ¿Les gusta la comida? Foto y a Instagram. ¿No les gusta el comentario de su hermano? Comentario sarcástico con emoticón y a IG. ¿Les pasa algo divertido? Meme estándar y a Twitter. ¿Se muere la mascota? Foto de paisaje sereno con frase enlatada y a Facebook (y a IG, claro). ¿Están aburridos? Realización de reto absurdo de TikTok y a compartir.

El segundo elemento más motivador que existe en redes sociales es el ser aceptado socialmente, incluso ante desconocidos con los que no hablaremos en persona jamás. El primero, es el miedo a ser rechazado socialmente. Por eso no dejamos de instalar aplicaciones, de escribir, de participar, de mirar el saldo de "me gusta" ante cualquier comentario, fotografía o vídeo. Muchos no desactivan las notificaciones push de sus redes sociales por miedo a quedarse atrás y les obliga a estar permanentemente conectados. Tienen miedo a no considerarse parte de un grupo, aunque sea uno virtual y los abrazos que reciban del mismo en los momentos más necesarios sean bidimensionales, fríos y del color de los Simpsons. 

Quieren quedar bien, no ser criticados, crecer en seguidores (identificando popularidad con éxito) y eso obliga a estar siempre alerta, con la dopamina disparada por la ansiedad constante, recurriendo a la cafeína para poder mantenerse pegados a la pantalla visualizando un tapiz infinito de información totalmente prescindible y superflua, sin valores, sin ética y sin un propósito, en muchos casos, más allá que la exhibición y el consumo. 

Son los más jóvenes, entre los 12 y los 19 años, los más afectados por esta espiral viciosa que aísla al individuo y lo reduce a un puñado de códigos, un perfil, un candidato a recibir según qué tipo de información, bien o servicio.

Se estima que cerca de las dos terceras partes de los usuarios de redes sociales, padece un síndrome que se ha dado en llamar FOMO, acrónimo de Fear of Missing Out (miedo a perderse algo, a quedarse atrás), en mayor o menor medida.

Cada ding de la campanita de la red social es una nueva inyección de nuestra droga cerebral favorita, cada baja en nuestro séquito de seguidores, una traición, cada falta de respuesta o de atención, una tragedia, el olvido. 

Uno puede levantar la vista, parar, decidir cuándo responder a un mensaje. Pero el riesgo al que se enfrenta es a la pérdida de relevancia. No será ya sugerido a otros, no será popular, caerá rápidamente en el olvido digital y es posible que se convierta en el blanco de las hordas de indignados y ofendiditos que campan a sus anchas por estas praderas binarias.

Así de difícil se lo estamos poniendo a unos chavales que aún no tienen madurez suficiente ni herramientas para vencer a un gigante tecnológico que ni siquiera ven, cuyo propósito ni alcanzan a entender y, por si fuera poco, en una franja de edad tan delicada y frágil como es la adolescencia (con extremos cada vez más amplios) donde uno cree saberlo todo, las hormonas trastornan nuestra mente clara afectando a nuestras decisiones, la única información que aceptamos es la  que llega de nuestro grupo de iguales y los referentes que se adoptan suelen beneficiarse, precisamente, de aquello de lo que deberíamos alejarnos. 



Créditos:

Autor: Javier Luque.

Imagen de cabecera: https://pixabay.com/images/id-1553977 (CC0)

Para ampliar, lista no exhaustiva de textos que han ayudado a realizar esta entrada:

Corbyn, Z. Experimento de Facebook aumenta la participación electoral en EEUU. 2012/09/12 (artículo).

Gabriel, M. El sentido del pensamiento. Ed. de Pasado y Presente S.L.

Gutiérrez, M. Siete pasos más tarde. Ed. Siruela. 2017

Pariser, E. El filtro burbuja: cómo la web decide lo que leemos y lo que pensamos. Ed. Taurus. 2017.

Sánchez, C.M. Los arrepentidos de Silicon Valley: la tecnología contra nuestra mente. 2018 (artículo).

2 comentarios:

  1. Me pregunto si es una mera reflexión o por el contrario es fiel reflejo de la realidad. Efectivamente es "pura realidad" Increíble cómo vamos dejando nuestro rastro en la red y cómo nuestros jóvenes, nuestros hijos, son vulnerables y se dejan seducir con gran facilidad.
    Es cierto que como padres, educadores, profesionales..., intentamos educar a nuestros jóvenes en el buen uso del consumo de contenidos de internet, nada fácil, pero también debemos considerar que en éste caso nadamos contra la corriente, puesto que como bien dices, nuestros jóvenes en ese caso se quedarían fuera de su círculo de amigos, fuera de contexto, sin tema de conversación...
    Tenemos un duro trabajo por delante.

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  2. Es cierto: si no dejan constancia, suben fotos o comentarios de cada situación, es como si no hubiera pasado. Y el motivo de la foto es el sitio, la comida, el paisaje, ellos mismos. Pero no son imágenes o textos espontáneos o casuales. Como dices, son frases enlatadas o una foto seleccionada entre decenas. Muestras de un mundo idealizado, fiel a un patrón prediseñado, donde, además, el mérito no lo tiene el hecho en sí o las dotes artísticas o literarias del autor, ya que están al alcance de un click, de un filtro, de un googleo. Por tanto, no se trata ya de un reflejo de la realidad vivida, sino de una realidad modificada. Los posts, como recuerdos seleccionados y editados que son, constituyen la base que alimenta una vida ilusoria, virtual, la cual, a fuerza de ser materializada y revisada a través de imágenes, llega a reemplazar a la vida real, eliminando de ella todo elemento o sensación indeseada, incómoda, dolorosa o socialmente incorrecta.

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