lunes, 10 de enero de 2022

¿POR QUÉ SUBE EL PRECIO DE LA LUZ?

Comenzamos el año como terminamos el anterior (algo lógico, por otro lado, porque la vida no entiende de celebraciones a cuenta de que nuestro planeta finalice una vuelta alrededor de nuestra estrella) con incertidumbre sobre cómo afectará a nuestro trabajo y, sobre todo, a la salud de los nuestros, la escalada de contagios de este virus que le ha tomado gusto a acompañarnos. 

Si mientras montamos el árbol de navidad, en los primeros días de diciembre, suenan alegres villancicos y la cabeza se llena de ideas para regalar, de comidas especiales para la celebración y de esperanza por ver a nuestros seres queridos más lejanos (más aún en las condiciones actuales), mientras lo desmontamos, en enero, lo que acude, es la cuesta que se presenta. Esta vez, la gráfica de la escalada de precios no será tan empinada como la gráfica de evolución de la COVID-19 pero nos dará un susto a cuenta de la subida de la luz.


Cuando escucho hablar de que la luz sube no puedo reprimir que un escalofrío me recorra porque se está hablando de un bien básico, de primerísima necesidad. ¿Se imaginan que las compañías propietarias de las redes sociales se pusieran de acuerdo para cobrar una cantidad por mensaje, meme, foto o vídeo enviado? Sería jodido porque estamos habituados a hacerlo gratis (lejos queda ya cuando se pagaba por cada SMS enviado y te cobraban un sello por cada carta franqueada) pero esto de la luz es mucho, muchísimo más grave por dos motivos a cada cual más difícil de resolver. En primer lugar, no puedes elegir no usarla, la necesitas para vivir. En la mayoría de hogares no queda alternativa a ella, no hay un plan B para poder cocinar, ducharte con agua caliente, planchar la ropa o evitar congelarte en invierno y morir de calor en verano. Incluso puede suponer un problema para mantenerse al corriente de los gastos de comunidad con la luz de las zonas comunes, cocheras, ascensores... En segundo lugar afecta directamente a la cesta de la compra. Si sube la luz, sube la cadena que guía a un tomate desde el invernadero hasta tu frigorífico, la que hace que un pollo acabe en tu vaso de nuggets de tu cadena de comida basura favorita o la que mueve tu pantalón vaquero a lo largo de 25000 km para acabar posando, inundado de luces LED y música indie, en un escaparate.  

La pregunta que ahora toca hacerse es: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

La respuesta no es sencilla porque hasta la energía se ha convertido en un mercado volátil sometido a especulación y, peor aún, a criterios políticos que anteponen a las evidencias científicas intereses partidistas (y particulares, no olvidemos que siguen existiendo esas puertas giratorias para acomodar las agradecidas nalgas de dirigentes serviles como ejemplifica la docena de altos cargos que han formado parte de consejos de administración de estas compañías en los últimos tres años). 

No deja de sorprender que en plena era de la sociedad de la información se hable con miedo de la energía nuclear (exenta de emisiones) y se alabe el uso de combustibles fósiles cuyos gases de combustión forman parte de los gases de efecto invernadero y favorecen de forma directa el temido cambio climático. Desde 1750, con el comienzo de la revolución industrial que trajo consigo la deforestación de grandes masas de arboleda para dejar espacio a las zonas industriales y servir como combustible al proceso productivo, se han liberado más de cinco mil millones de toneladas de CO2 que se reparten entre la atmósfera (casi la mitad), la tierra y los océanos (que se dividen el resto en partes iguales).



Países como Alemania, han apostado por prescindir de la energía nuclear abrazándose a las energías renovables pero, como todo en la vida, adoptar un rumbo tiene consecuencias. El 26 de abril de 1986 la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, ubicada en el norte de Ucrania (por aquel entonces parte de la  URSS) a pocos kilómetros de Chernóbil, sufrió un accidente nuclear en su reactor número 4 durante una prueba de seguridad frente a fallo eléctrico. Diversas actuaciones incorrectas de los operadores, una falta de inversión para mejorar las técnicas y los protocolos de seguridad así como la concatenación de fallos técnicos provocó el que fue el primer gran desastre atómico no militar. Esto sirvió para remover conciencias aunque habría que esperar a 2002, con Schroeder como canciller, para que se comenzara a tomar distancia con la energía nuclear. Solo cuatro días después del accidente de Fukushima provocado por el terremoto de nueve puntos y el posterior tsunami en la costa japonesa, Ángela Merkel decretó el cierre de siete centrales nucleares (las más antiguas) en su territorio. El año siguiente se acordó el desmantelamiento total de la red nuclear en Alemania para el año 2022 y ahora, con el socialdemócrata Olaf Scholz como canciller, se refuerza el plan que permitirá ajustar para 2030 el mix energético alemán con un 80% de origen renovable (algo que será difícil teniendo en cuenta que se han ralentizado las inversiones en este sector).


El miedo a los accidentes y el peligro de los residuos han calado fuerte en la población, y es comprensible, pero la situación tecnológica y de supervisión estatal no es la misma que hace unos años. Hemos aprendido y mejorado. Actualmente, se puede reciclar el 95 por ciento del combustible nuclear gastado de un reactor, dejando solo el cinco por ciento para almacenarlo como desechos a largo plazo.

El 31 de diciembre de 2021, siguiendo el calendario previsto, fueron desconectadas las centrales nucleares de Grohnden, Brockdorf y Gundremmingen y aunque esto se ha vendido como un éxito por parte del gobierno, pues su cierre no ha repercutido de forma notoria en el balance energético del país, la realidad es que estas tres centrales apenas contribuían con un 6% a la energía que el país germánico estaba consumiendo.

El ideal de poder compensar la demanda con la oferta de renovables está lejos de poder llevarse a la práctica por el simple hecho de que no podemos intervenir sobre las condiciones ambientales a capricho. No podemos hacer que el viento sople cuando nos interesa para que nuestros aerogeneradores produzcan a pleno rendimiento, no podemos hacer que llueva lo necesario para que nuestras centrales hidroeléctricas produzcan, no podemos despejar de nubes los cielos para que nuestras placas fotovoltaicas no vean mermado su rendimiento... Y entonces, ¿qué hacemos si no contamos con una fuente de energía de base, como la nuclear, que compense los desajustes? Pues quemar cosas.

Alemania ha realizado ímprobos esfuerzos por ajustar sus emisiones y ha rebajado en más de nueve puntos las emisiones de 2020 comparándolas con las de 2019 pero, aún así, sus casi 637 millones de toneladas de CO2 le catapultan al deshonroso ranking de los diez países más contaminantes del planeta. Sus procesos industriales y el consumo doméstico de sus ochenta millones de ciudadanos no se pueden abastecer solo con renovables y dado que la nuclear está de capa caída es el gas el que se impone como fuente de energía estrella cayendo 7,72 toneladas emitidas de CO2 sobre la espalda de cada alemán. Un coeficiente de eficiencia medioambiental puede obtenerse de confrontar la cantidad de CO2 emitida con el producto interior bruto (PIB). En Alemania, para 2020, se encuentra que se emiten 0,15 kilos de este gas por cada 1.000$ de PIB.

Frente a esta situación, países como Francia (con un 70% de producción nuclear) han apostado por asegurar una energía barata (el precio de la electricidad en Alemania, con un 13% de nuclear, es un 50% más cara que en Francia) y una continuidad en el suministro vendiendo los excedentes a otros, como España, que apuesta abiertamente por prescindir de ella y seguir el itinerario alemán (un aparente sinsentido). Aquí, al menos, tenemos más horas de sol al año así que tendríamos algo ganado si la rentabilidad de los tejados y huertos solares no se desincentiva desde las Administraciones con una excesiva carga impositiva. Otra cosa será pensar en qué hacer con las más de ochenta millones de toneladas de residuos que generarán las placas fotovoltaicas cuando acaben su vida útil dentro de un par de décadas y a quién le corresponderá pagar entonces la cuenta. El ciudadano francés emitió en 2020 4,26 toneladas (un 42,2% menos que el alemán) y con cada 1000$ de PIB se emitieron apenas cien gramos de CO2.


Así que vemos dos focos claramente definidos en el problema energético: el alza de precios del gas natural en los mercados internacionales (casi un 400% en algunos picos) y el incremento de la demanda provocada por situaciones de frío o calor extremos que reducen las reservas (de gas). En España, además, ha coincidido un año anómalo (que se convertirá en habitual conforme renovemos el almanaque) con escasas precipitaciones y poco viento. 

Por último, se sienta a la mesa un tercer factor que depende directamente del gas (otra vez). Resulta que la UE impone una tasa por emisiones de CO2 a las empresas contaminantes (sí, puede que aún parezca chocante a algún político español con escasa deriva científica, de esos que alzan la voz defendiendo al carbón y al gas pero, quemar cosas, lo que sea, es una actividad contaminante). Para poder quemar en nuestras centrales de ciclo combinado necesitamos adquirir esta capacidad en el mercado de Régimen de Comercio de Derechos de Emisión.

Las eléctricas no tienen obligación de comprar estos derechos, también pueden reducir las emisiones pero ello implica que tendrán que hacer uso de una mayor red de renovables (con la dependencia del clima que ello implica y el sobrecoste de inversión que se verá reflejado, también, en la factura eléctrica como veremos al final del artículo) o reforzar las nucleares (que está en mano de la estrategia política o, más bien, electoral del gobierno de turno).

El sistema de adquisición de derechos es del tipo ‘Cap and Trade’ que viene a significar que tiene un límite total de emisiones que la UE irá ajustando a la baja cada año pero que se puede negociar para adquirirlo en el mercado. En 2019 la UE implantó medidas estructurales como la Reserva de Estabilidad de Mercado que permitía el control del superávit existente y de aquellos que pudieran generarse en años venideros (como ejemplo, el que se produjo a consecuencia del parón que propició la COVID-19).

Si un derecho (1 tonelada de emisión de CO2) valía en torno a 20€/T pasó en pocos meses a rondar los 60€/T y en noviembre de 2021 alcanzó los 67,54€/T.

Como ya habrá podido deducir el lector, estos gastos indirectos se infiltrarán en su factura sutilmente pero, claro, ahora es cuando viene el truco. Si mi comercializadora me asegura que mi energía es 100% verde ¿por qué me sube tanto la factura si casi todo lo que sube depende del precio del gas? Bueno, esto es algo embarazoso pero... le han tomado el pelo. Con la mejor intención, eso sí, pero esto no es posible. El motivo es que la energía no se inyecta de una central a su casa o empresa, se hace a través de una subasta donde, sobre la mesa, se pone toda la energía que todas las generadoras producen. A esta mesa a la que acuden productores y comercializadoras se conoce como pool eléctrico.

Puede entenderse ahora mi afirmación anterior con relación al origen de la energía. Una vez puesta sobre la mesa toda la energía producida cada comercializadora compra «a granel» una porción que es la que ofrece a sus clientes pero es imposible saber de qué tipo de central ha partido. Para entenderlo mejor imaginemos que una almazara recoge aceitunas que llegan en camión de cien olivares distintos de toda España. Estos camiones van volcando su carga conforme llegan en un silo, sin pararse a clasificar y, tras la molturación, una empresa compra mil garrafas para su venta asegurando que su aceite proviene 100% de una finca de Priego de Córdoba. Es, sencillamente, imposible.

Nuestro sistema es marginalista (puedes saber más en este otro artículo que hice algún tiempo) y esto supone que en la subasta entran todas las tecnologías productoras (cada una, con la cantidad que es capaz de ofrecer y el precio que se fija en la subasta por lo ofrecido). No todas contribuyen de la misma manera y su participación varía con el tiempo. Este sistema de fijación de precios mayoristas obligan a que el precio final para todas las tecnologías sea el de la última que entra en funcionamiento para poder compensar la demanda. Es por esto que, al final, el precio lo acaban fijando las energías más caras que suelen coincidir con las más contaminantes, las de combustibles fósiles. 

Esto, de nuevo, provoca un incremento en la tarifación a la que, además, se aplican el impuesto sobre la energía (5,1127%) que afecta tanto al término de potencia (lo que se contrata y pagamos por tenerlo a nuestra disposición) y al término de energía (lo que realmente usamos).

También pagamos lo que se ha dado en llamar la tarifa de acceso que ahora se divide en dos conceptos: los peajes y los cargos.
Los peajes son precios regulados destinados a recuperar los costes de las redes de transporte y distribución y son determinados por la Comisión Nacional sobre el Mercado de la Competencia (CNMC).

Los cargos son los precios destinados a cubrir el resto de costes regulados, tales como la financiación de las renovables (sí, también cuesta dinero al cliente que las productoras usen energías mal llamadas «verdes»), el sobrecoste de producción de energía en los territorios no peninsulares o las anualidades del déficit, y son determinados por el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico.

Por aportar un dato adicional, pero relevante, este déficit tarifario corresponde al desfase entre lo que cuesta generar y transportar la electricidad y lo que pagamos los consumidores por la luz. 

En 1997, con Aznar al frente del Gobierno, se desarrolla la Ley 54/1997 de 27 de noviembre del Sector Eléctrico. Esta ley iniciaba el proceso de liberalización de la generación y comercialización de la energía eléctrica conforme a los dictados de Bruselas con la puesta en marcha del mercado mayorista de la electricidad del que forma parte España junto al resto de países de la Unión Europea (dejando así de ser el Gobierno el que dictara los precios). Para llevar a cabo tamaño cambio se imponía la necesidad de elevar el precio del kWh. Subir la luz no es rentable electoralmente y, por esto, Rodrigo Rato al frente del ministerio de Economía, impuso por medio del R.D. 1432/2002 que la factura de la luz no podría subir más del IPC. Esta jugada nos convirtió a todos los consumidores en deudores del sistema eléctrico. 

Con Zapatero en la Moncloa no se resolvió el problema y su actuación se centró más en primar en la factura el incentivo a las renovables, crear el bono social y fijar la capacidad del Gobierno para disponer límites máximos anuales. Sin embargo, la deuda siguió elevándose hasta más allá de los veinticinco mil millones de euros.

Con la llegada de Rajoy se decide cortar por lo sano desarrollando la ley 24/2013 de 26 de diciembre que recoge que el desajuste no sufragado por los peajes y cargos será asumido por los clientes en su factura y esto será así hasta que se considere liquidada la deuda, allá por enero de 2029.

Por si esto fuera poco aún queda el IVA gravando a todo lo anterior.

Esto pone de manifiesto una realidad incómoda: es muy difícil reducir el gasto eléctrico optimizando el tramo de consumo pero es enormemente sencillo dispararlo si contratamos más de lo que necesitamos o nos equivocamos en la tarifa escogida.

Lo mejor que podemos hacer es tener a mano nuestro número de CUPS (que podemos encontrar en nuestra factura eléctrica) y dedicar un tiempo a investigar las distintas ofertas de las comercializadoras para ver cuál se adapta mejor a nuestro perfil de consumidor. Como está el mercado, siempre es mejor evitar la permanencia y mantenerse ojo avizor a nuevas ofertas. La fidelidad (a una compañía, se entiende), no es una opción para el mercado eléctrico en tiempos venideros.



Autor: Javier Luque


Créditos de imágenes: 
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Información adicional:
https://carreterasdesilicio.blogspot.com/2019/11/pagar-luz-incluso-sin-tener-consumo.html
http://www.globalcarbonatlas.org/es/content/welcome-carbon-atlas
https://www.esios.ree.es/es/generacion-y-consumo
https://www.esios.ree.es/es/mercados-y-precios

2 comentarios:

  1. Brutal! Me he quedado de piedra porque desconocía mucha información al respecto. Has realizado una gran labor de investigación sobre este asunto que tan asfixiados nos tiene desde hace meses...y nos tendrá en años si la gestión político-económica de este asunto no cambia.

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  2. Realmente detallado, con lo de las aceitunas se entiende bien. Realmente las eléctricas tienen libertad para hacer y deshacer a su antojo sin regulación alguna. Entiendo que ante el aumento de la demanda haga falta buscar energías, pero si el futuro está en las nucleares, bien no vamos a ir tampoco. No sé si viste el trabajo de investigación de Mercedes Milá sobre las nucleares en nuestro país, es para pensárselo dos veces. Lo ideal sería reducir nuestro consumo, con las tecnologías necesitamos aún más cosas que enchufar, los calentadores eléctricos y placas vitrocerámicas tampoco nos están ayudando. Además de centrar esfuerzos en el aislamiento térmico de edificios, que en Almería brilla por su ausencia. Me encantó ver en Bolivia, en plena selva de Cobija, una escuela ecológica. La había hecho un arquitecto extranjero, como casi todas las cosas bien hechas del país. Tenía un techo diseñado para crear corrientes de aire, era increíble cómo dentro no se necesitaba aire acondicionado. Además de usar lo poco que tienen de manera eficiente, o ver las cocinas solares que una ONG canadiense les hizo a las trabajadoras del campo de Vallegrande. Con sus hijos en la espalda mientras trabajan el campo, nos contaban encantadas, como ponían por la mañana la comida y cuando llegaban estaba hecha. Y nosotros con toda nuestra tecnología no somos capaces de tener esas iniciativas o potenciarlas. Consumismo ante todo y sobre todo. Ellos con menos, hacen más.

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